El pueblo de las langostas, Pedernales, le habla, respetable Leonel Fernández.
No estoy tan bien como usted, pero aún me queda la esperanza. Aquí estoy, sobreponiéndome de la campañita de descrédito que me tiraron encima para garantizar el prestigio del paraíso oriental de unos ricos extranjeros que tras una boda de lujo degustaron mariscos crudos que humanos, no sé si encopetados o indigentes, contaminaron con Vibrio cholerae.
Me comunico, a propósito de esa coyuntura indeseable, para darle una idea positiva que me brotó una de estas noches de febrero cuando el sueño se negaba a acompañarme. Le adelanto mis disculpas si con este atrevimiento o locura le quito minutos a su tráfago cotidiano. Pero quién sabe si le sensibilizo y un día cualquiera me amanece con el color de la alegría.
Al grano, entonces, querido profesor:
Como me pienso pueblo con potencial turístico, percibo que es “chin” y poco planificado lo que el Gobierno ha comenzado a recompensarme por mi función de guachimán natural de la ardiente frontera dominico-haitiana y proveedor eterno de las riquezas de mis entrañas al erario, le sugiero convertir en un bulevar la calle Juan López. Sería un comienzo barato pero trascendental para comenzar a convertirme en la “tacita de oro” que me prometió aquella noche del 1996. ¿Lo recuerda?
Le doy razones de peso:
Ella sintetiza mi historia. Es mi calle icono. Ahí nací como pueblo. Los pequeños ganaderos que desde Duvergé cruzaron el Baoruco buscando pastos, llegaron un día a una llanura que luego llamaron Sabana de Juan López. Aquí construyeron las primeras casitas; aquí el Gobierno de entonces edificó la primea fortaleza. Aquí vivió parte de los fundadores.
Por mucho tiempo también la gente que me habita le consignó el apelativo de “calle de los perros”. Tenía mala fama entre ciclistas y motoristas que gustaban de su amplitud para hacer piruetas, pero que sufrían el obstáculo de la jauría que se abalanzaba sobre ellos. Olvidaban que los canes bravos eran parte de la vida de ella porque “los colonos” los usaron siempre para ir a las montañas a montear, a echar sus reses y apresar chivos y cerdos cimarrones.
La Juan López es ancha; solo en Tenares, provincia Hermanas Mirabal, he visto una igual (25 a 30 metros). En ella cabe casi tres veces el histórico Conde Peatonal del Distrito Nacional. La longitud es más o menos la misma: cerca de 150 metros.
Las casas a cada lado (20) casi son centenarias y se derriten como una vela. Aunque agradezco la orden que ha dado para que reparen todos los techos, quiero advertirle que esa solución equivaldría a echar el dinero del fisco en saco roto y exponer las vidas de los inquilinos ante cualquier sismo, a menos que hayan decidido reconstruir las cimientes tomando en cuenta la fragilidad del terreno.
La Juan López se vería hermosa con sus viviendas preservadas, pavimento adoquinado, con tiendas, bares, quioscos de artesanía, salones de belleza, un museíto que exhiba mi pequeña historia y, sobre todo, uno o dos restaurantes que vendan langostas, lambíes, pescados, cangrejos, pulpo y camarones con la frescura y la limpieza de siempre.
Ella sería un gran atractivo turístico que complementaría a Bahía de las Águilas, a Hoyo de Pelempito, isla Beata, a nuestra flora y fauna…
Creo, maestro, que el Estado debe retornarme en obras como la sugerida parte de los beneficios que por los siglos de los siglos me ha sacado.
Espero su respuesta positiva.
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