No sé cuándo se originó el uso de apodos en lugar del nombre de personas, pero quizás fueron inicialmente apócopes, como cuando a Buenaventura le decían Ventura. Al padre putativo de Jesús, san José, en sus efigies y luego en las estampitas tras inventarse la imprenta, le ponían las iniciales P. P. y dicen que de ahí los José son Pepe.
Quizás a Balaguer por Joaquincito se le quedó Ito y como era el único varón en su casa, pasó a Elito. Recientemente, un presidente epiléptico que tenía dificultad al discursear para coordinar los movimientos de sus manos con lo que decía, le decían “limpiavidrios”, que no es apodo sino mote. A Bosch, “el Ovejo”; a Peña Gómez, “el Moreno”; a Guzmán, “Mano de Piedra”. Luis hasta ahora va suave porque su Abinader lo reducen a Abi, que suena cariñoso.
Otros personajes son menos afortunados, como la fiscal Berenice Rodríguez, quien, tras nombrar diversos casos con nombres como Pulpo, Coral y Medusa, la llaman ahora “La Sirenota”. Mejoró: antes era “Pocahontas”.
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