Desde que Dessalines proclamó en 1804 la independencia de Haití tras una larga guerra contra Francia, su primer paso inició el declive de la riquísima excolonia: se coronó emperador Jacques. Las cancillerías europeas y estadounidense ridiculizaban al monarca. Haití se dividió en varias partes. Otros emperadores, como Faustino, aumentaron el ludibrio internacional.
Esa grandiosidad atávica sirvió poco: a tiro de piedra de Cuba, Fidel –que pasó medio siglo exportando su comunismo— nunca hizo el menor caso a Haití. Tras el terremoto de 2010, Haití ha recibido trece mil millones de dólares en donaciones. Si hubiesen repartido ese dinero en partes iguales a los once millones de haitianos, quizás todos fueran ricos en vez de seguir siendo el más miserioso país del hemisferio.
Este domingo Estados Unidos envía delegados para ver a cuál de tres proclamados sucesores del asesinado Moïse reconoce. La ONU y el mundo miran a otra parte al oír de Haití, hartos de la corrupción, ineficacia e indolencia de sus líderes. Si no andamos vivos, nos encasquetarán ese paquete inservible.