En las últimas décadas el negocio de los restaurantes en Santo Domingo ha cambiado mucho. Mientras antes lo principal era la calidad del servicio y la comida, ahora al parecer es igual o más importante que sea un lugar para ver y ser visto. Quizás aprovechando esa debilidad de carácter o vanidad de muchos clientes, algunos establecimientos ofrecen un menú mediocre a precios exorbitantes.
En mis recuerdos de hace casi medio siglo sobresalen el Lina con su “Coquille St. Jacques” y su langosta Thermidor; el Jai Alai y sus borales al horno; el “pan chino” de Mario y el Pez Dorado y el carrito de antipastos del Vesuvio; las palomas guisadas o sardinas a la brasa del Vizcaya. Todavía existen el Boga-Boga con sus paletillas de cordero y buenos arroces; el don Pepe con sus centollos y cajuiles en almíbar; el Cantábrico con caldos “revive-muertos”.
Pero la mayoría de los jóvenes, aun con las restricciones del COVID, equiparan salir a comer con pasar un rato en bonche más que como experiencia gastronómica.