Las cifras no mienten, aunque a veces nos duelan. Y cuando la procuradora general de la República, Yeni Berenice Reynoso, revela que el Ministerio Público recibe alrededor de 70,000 denuncias anuales por violencia de género o intrafamiliar, no estamos frente a un simple dato estadístico. Estamos frente a una herida abierta, a un grito desesperado de una sociedad que sigue fallando en lo más básico: proteger a sus mujeres.
Estamos hablando de 5,800 denuncias al mes, de 1,346 a la semana, de 191 al día. Y esas son las que se denuncian. El 80% de ellas son puestas por mujeres. Me parece que es tiempo de declarar una emergencia, porque ningún sistema de seguridad pública es capaz de manejar semejante volumen de denuncias.
Estamos hablando de setenta mil denuncias. Setenta mil historias de dolor, de miedo, de humillación. Setenta mil veces en las que alguien, en su mayoría mujeres, decidió romper el silencio y buscar justicia, a pesar de que ella suele brillar por ausencia. ¿Cuántas más no lo hacen? ¿Cuántas prefieren callar por temor, por dependencia económica, por amenazas, o simplemente porque no creen en un sistema que, en ocasiones, las revictimiza?
La magistrada Reynoso ha hecho un llamado a la conciencia social y no lo podemos ignorar. La violencia intrafamiliar no es un problema privado, es un problema público. No es un asunto de mujeres, es un asunto de todos. Porque una sociedad que permite que más del 95% de estas denuncias sean interpuestas por mujeres es una sociedad que ha normalizado la desigualdad, que ha aceptado la violencia como parte de su tejido cultural.
Reynoso tiene razón cuando afirma que la equidad de género no es una agenda progresista, como los macharranes lo quieren proyectar, es una cuestión de vida. No se trata de que las mujeres sean más que los hombres, se trata de que sean iguales en derechos, en oportunidades, en dignidad. Se trata de construir un país donde ser mujer no sea sinónimo de vulnerabilidad, donde el hogar no sea el lugar más peligroso, donde el amor no se confunda con el control y el poder.
Pero este no es un problema que se resuelva solo con leyes o con discursos. Requiere un cambio cultural profundo, una transformación que debe empezar en las familias, en las escuelas, en las iglesias, en los medios de comunicación. Requiere que los hombres nos cuestionemos, que dejemos de justificar lo injustificable, que entendamos que la verdadera masculinidad no se mide por la fuerza, sino por el respeto mutuo y el cariño.
Y, sobre todo, requiere que las instituciones funcionen. Que las denuncias no queden en papel, que las víctimas sean protegidas, que los agresores enfrenten las consecuencias de sus actos. Porque de nada sirven las cifras si no van acompañadas de acciones concretas.
Setenta mil denuncias son setenta mil razones para actuar. Setenta mil motivos para decir basta. Setenta mil oportunidades para demostrar que, como sociedad, estamos dispuestos a cambiar. El llamado de Reynoso es claro: la equidad de género no es una opción, es una obligación. Y cumplirla es, literalmente, una cuestión de vida o muerte.
La pregunta es: ¿estamos listos para responder y declarar este problema como una emergencia?