El mayoritario voto plebiscitario del pueblo de Chile aprobando la elaboración de una nueva Constitución por parte de una asamblea elegida a tales fines ha suscitado un amplio apoyo en nuestra América, por entenderse que, con la activación del proceso constituyente, los chilenos tendrán la oportunidad de cambiar un orden constitucional heredado de la sanguinaria dictadura de Pinochet y de hacer efectivas reformas fundamentales en el orden político, económico, cultural y social que -en tanto respondan a las expectativas y demandas de una gran parte de la sociedad chilena, frustrada de vivir en una “vetocracia” (Francis Fukuyama), es decir, un régimen en el que grupos o partidos bloquean las decisiones reclamadas por el pueblo y que construye un “constitucionalismo como ´prisión´ de la democracia” (Roberto Gargarella)- vendrían a darle mayor legitimidad a una democracia que vio morir a Pinochet en su cama pero que ahora tuvo la justa oportunidad de ver “su” Constitución “ajusticiada en las urnas” (Fernando Mires).
Algunos de quienes alaban el exitoso proceso constituyente chileno, sin embargo, lo hacen por considerar que, con el plebiscito, se inicia un proceso en el que la soberanía del pueblo se impondrá por encima de cualquier límite constitucional preestablecido. Esta opinión, muy extendida en círculos tanto académicos como populares, parte de una confusión entre poder constituyente originario y poder constituyente derivado, que ha llevado a -y justificado- que asambleas elegidas para reformar una Constitución o hacer una nueva no solo violen las restricciones constitucionales al mandato que le otorgó el pueblo, sino que pasen a sustituir los poderes constituidos y a gobernar directamente en flagrante violación a su restringido y exclusivo mandato constitucional. Es lo que Allan Brewer-Carías, refiriéndose al caso de Venezuela, ha llamado el “golpe de estado constituyente”.
Felizmente, los chilenos, conscientes de que en una democracia constitucional todo poder, incluso el poder constituyente, es un poder limitado que debe ser necesariamente procesualizado, para así controlar jurídicamente un poder que, como cualquier otro, si no es limitado, puede acabar destruyendo el orden constitucional establecido, se vacunaron contra la posibilidad de tal golpe de estado disfrazado de constituyente popular.
Los límites adoptados en ese sentido por los chilenos en los artículos 133 a 144 de su Constitución Política son varios. 1º La Convención Constitucional, en tanto órgano excepcional, debe actuar en un marco temporal acotado (9 meses, prorrogable por tres más, para su funcionamiento, plazo tras el cual deja de existir). 2º La tarea exclusiva de la Convención es elaborar una nueva Constitución y no puede interferir en el funcionamiento ni invadir la competencia de los poderes constituidos y las instituciones del Estado. 3º La Convención tampoco puede reformar la actual Constitución ni negarle la autoridad a una Carta Fundamental que sigue vigente hasta que entre en vigor la nueva Constitución. 4º La nueva Constitución debe respetar los principios del Estado republicano, el sistema democrático, las sentencias judiciales y los tratados internacionales vinculantes para Chile. 5º Se establece un quórum de dos tercios de los convencionales en ejercicio para aprobar el reglamento de funcionamiento de la asamblea y para que esta pueda adoptar decisiones parciales o finales válidas, no pudiéndose alterar los quórums ni procedimientos para el funcionamiento de la Convención y para la adopción de acuerdos. Y 6º Se consagra un mecanismo de control en manos de una instancia formada por cinco jueces de la Corte Suprema, a la que se puede recurrir en caso de vicios esenciales del procedimiento constituyente y que solo podrá anular la decisión recurrida, sin sustituirla.
Como se ve, los chilenos han utilizado las armas más refinadas, precisas y contundentes del arsenal constitucional para prevenir un golpe de estado constituyente como el venezolano. Pero anoten lo que digo ahora: no pasará mucho tiempo antes que, por las mismas razones que una parte de la doctrina constitucional niega efectividad a las cláusulas pétreas o de intangibilidad, sobre la base de esa terrible omnipotencia que se le quiere atribuir a un poder constituyente que no es originario sino simplemente constituido, pretendan algunos pasarle por encima a los límites constitucionales establecidos a la Convención Constitucional. Ya los veo, blandiendo en una mano a Rousseau y Sieyes y en otra a Lenin y Schimitt, argumentar que el poder constituyente es, como diría Negri, “una fuerza que explota, rompe, interrumpe, disloca cualquier equilibrio preexistente y cualquier posible continuidad”. Ese día, que espero no llegue nunca jamás, será el crujir de dientes, el despertar del monstruo de los muertos constituyentes.
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