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Populistas en el poder

“[…] Las democracias hoy mueren por el deterioro de los intangibles que empiezan a erosionarse lentamente, a pasos apenas perceptibles.

Eduardo Jorge Prats
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Una de las bondades del sistema político dominicano, que resiste las más furibundas críticas que puedan hacerle las pitonisas criollas del adanismo honestista y de la política de la anti política, es que los partidos, principalmente los mayoritarios Partido Revolucionario Moderno y Partido de la Liberación Dominicana, siguen convocando con gran intensidad la adhesión electoral de sus militantes y simpatizantes y que, a pesar de periódicos espasmos populistas, la élite política dominicana es firmemente leal a los valores, principios y reglas de la institucionalidad democrática, lo que ha vacunado al cuerpo político nacional contra el terrible virus del populismo tan extendido en otras hermanas repúblicas de nuestra América.

Este blindaje ha impedido, además, que los gérmenes del populismo hayan podido construir una hegemonía cultural en una nación que, como la dominicana, es una de las más individualistas y capitalistas de la región, como lo demuestra el éxito empresarial de nuestra diáspora y la resiliencia de una economía que vive de un extenso y profundo tejido de micro y pequeñas empresas familiares y donde el sueño de todo dominicano es no ser proletario sino propietario, aunque se requiera una visa para ese sueño. Esta vacuna anti populista explica, además, el ascenso al poder de un presidente que, como Luis Abinader, actúa responsable y abiertamente comprometido con el desarrollo capitalista nacional que es, en verdad, la gran revolución pendiente e inminente en nuestro país.

Pero no debemos dormirnos en los laureles. La amenaza populista está presente. Y no tanto en el caldo de cultivo de la inconformidad social de los sectores empobrecidos como ocurre en otros países, sino en el seno de la propia clase dirigente, donde algunos grupúsculos pretenden constituirse en vanguardia de movimientos populistas articulando -más bien inventando- las más estrambóticas demandas sociales en un triste remedo de experiencias foráneas de revueltas desde arriba que, cual gran mecha, prendan, abajo, la pradera populista. Aquí son ilustradoras, guardando la debida distancia, las palabras de Cristina Casabón con relación a la actual coyuntura política española:

“[…] Las democracias hoy mueren por el deterioro de los intangibles que empiezan a erosionarse lentamente, a pasos apenas perceptibles. Además, a causa de la carencia de cultura democrática, los tiranos modernos no necesitan desafiar abiertamente nuestra democracia, les basta con decir que pretenden ensalzarla […] Nuestra identidad como país y nuestra trayectoria democrática resultan perecederas [..] No hace mucho, la argumentación en el debate político requería fidelidad a los hechos, además de una mínima habilidad retórica y un mínimo conocimiento de la Historia. Pero una vez que esta cultura política se ha evaporado, todo argumento se diluye en un debate que en realidad no es debate, sino meras trampas […] ‘Venganza queremos ejercer, y burla de todos los que no son iguales a nosotros’, es el juramento de las tarántulas que Nietzsche describe en Así habló Zaratustra. ‘Y voluntad de igualdad. ¡Y contra todo lo que tiene poder queremos nosotros elevar nuestros gritos!’. Como dice Finkielkraut, ‘el resentimiento ha prevalecido sobre las otras pasiones democráticas arropándose en el manto de la virtud, es decir, de la lucha contra las discriminaciones y los privilegios’. Esta es la clase de revuelta que los ‘dictadores révolté’ alientan, basada en la denuncia de discriminación y privilegios. El resentimiento o la sed de venganza que describe Nietzsche los conduce también a los senderos de la política y el poder, y hoy han encontrado que el pensamiento disidente es el camino hasta la cima para los negacionistas sólidamente entrenados y los lunáticos”.

Dice Jan-Werner Müller que “el peligro del populismo empieza cuando se afirma: ‘yo y sólo yo represento al pueblo”. Eso no lo ha dicho ninguno de quienes han ocupado el solio presidencial democrático en nuestro país, pero ya aparecen algunos dirigentes políticos que, en los poderes públicos no ejecutivos, solo aceptan la institucionalidad democrática si sus propuestas son refrendadas sin rechistar y que toman a la fuerza las calles si son democráticamente rechazadas por la mayoría representativa. Es cierto que en una democracia no debe aceptarse la distinción de Carl Schmitt amigo/enemigo pues el oponente es un legítimo adversario político con el cual es posible discutir y deliberar. Sin embargo, hay que tener mucho cuidado de no legitimar a quienes asumen a conciencia la condición de enemigos del orden constitucional e institucional democrático. El peor enemigo de una democracia no es el pueblo sublevado sino el miembro de la elite política que decide convertirse en un enemigo declarado interno del orden democrático.

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