Los marchantes o vendedores ambulantes de hace medio siglo eran cosa muy distinta a los de hoy. Mi abuela paterna me contó que cuando vinieron a vivir a la capital desde Santiago, donde su papá tenía una panadería y su suegro era médico y farmacéutico, pasaban frente a su casa por la calle Sánchez mujeres con canastas llenas de langostas vivas, más baratas que los pollos, que eran un lujo.
Llegué a comprarles a los marchantes de camarones que los vendían hervidos en funditas marrones o casi vivos crudos. Otro inolvidable era el amolador que avisaba su paso con un pregón característico seguido por el soplido de una armónica. Las empleadas de casa estaban siempre atentas a uno cuya bicicleta de canasto parecía un colmado ambulante, con chancletas, telas, rolos, redecillas, brillantina y desodorantes y agua de Florida y muchísima mercancía fascinante para los niños que las veíamos alegremente regatear.
Los que vendían bizcochos borrachos, helados, dulces o paquitos los conocíamos por nombre y fiaban. La delincuencia era distante y ajena.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email