La vacunación contra el COVID-19 congrega a fanáticos en todo el mundo que la adversan.
Existen, incluso, movimientos estructurados anti vacuna con postulados filosóficos y principios biológicos acomodados a su opinión.
Algunos piensan que todo lo que se ha armado es una conspiración del poder farmacéutico para acumular caudales.
Otros creen que el coronavirus es un invento para disminuir la población global y resolver, por esa vía, presiones económicas y sociales.
Es decir, hay de todo, desde el pensamiento más racional, hasta la fantasía más estrambótica que usted se pueda imaginar.
Pienso que están en su derecho todos los movimientos antivacuna. Su vida les pertenece y pueden disponer de ella de la manera que deseen.
Ahora bien, lo inadmisible es que estos fanáticos traten de imponer pautas a los medios de comunicación sobre qué deben comunicar y qué no acerca del virus.
Es un atrevimiento tratar de condicionar, hasta con cierto tinte de chantaje emocional, la política editorial de medios dirigida a la prevención, que es una práctica de responsabilidad periodística.
Se trata de un ejercicio noble, que busca salvar vidas y reducir la cadena de contagios, que contrasta con la postura de quienes han decidido desafiar el virus sin vacunarse.
Hemos visto a muchos de esos caer y lo seguiremos mirando, pero lo grave es que no sólo ponen sus vidas en riesgo, sino la de terceros y eso es criminal.
Muérase de lo que usted quiera, pero no tiene que arrastrar a otros irresponsablemente.
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