A George Orwell debemos “1984”, una de las novelas que mejor describe el mundo futuro, hoy realidad, caracterizado entre otros rasgos por la predominancia de la “neolengua”, es decir, la instrumentalización política de las palabras mediante la simplificación del idioma, la supresión de palabras (por ejemplo “justicia”, “democracia y “moralidad”) y la eliminación de sus significados habituales, todo ello con el propósito totalitario de dominar el pensamiento de las personas de modo que, “cuando se adoptara definitivamente la nuevalengua y se hubiese olvidado la viejalengua, cualquier pensamiento herético fuese inconcebible”.
Los peligros de la manipulación totalitaria de la lengua fueron analizados también por el filólogo Victor Klemperer en su libro “La lengua del Tercer Imperio”. Para Klemperer la neolengua nazi se construye no solo con nuevas palabras o mezclas de estas sino también a través de su constante repetición, pero atribuyéndoles un significado diferente. Así, “si alguien dice una y otra vez fanático en vez de heroico y virtuoso, creerá finalmente que, en efecto, un fanático es un héroe virtuoso y que sin fanatismo no se puede ser héroe”. De ese modo se imprimía en las masas la preferencia por el fanatismo en lugar de la reflexión y la argumentación. Todo ello combinado con el frecuente uso de eufemismos: “material humano”, en lugar de seres humanos; “solución final”, en vez de asesinato en masa de los judíos; “tratamiento especial” por asesinato; “interrogatorio intensificado” por tortura.
Erigir las palabras en armas de destrucción masiva del sentido común, como bien observa Klemperer, conduce a que seamos nazis, aunque uno no concuerde con las doctrinas del nazismo, por tan solo aceptar el lenguaje y la terminología nazis. Es lo que explica por qué se podía ser trujillista por simplemente usar lo que Andres L. Mateo ha atinadamente llamado la “jerga” trujillista: “Patria nueva”, “dominicanización de la frontera”, “tranquilidad de la familia dominicana”. Esta jerga, desarrollada en instrumentos “educativos” como la infame Cartilla Cívica, conducía a “ver en cada revolucionario un enemigo de tu vida y de tus bienes” y al tirano Trujillo como el “Benefactor de la Patria”.
La neolengua totalitaria nos llevó al destierro de la verdad y a la entronización de la mentira (ahora llamada “posverdad”), y las masas, como bien advierte Hannah Arendt, alcanzaron “un punto en el que, al mismo tiempo, creían en todo y no creían en nada, pensaban que todo era posible y que nada era cierto”.
Pero ya lo dijo Orwell: “Para dejarse corromper por el totalitarismo no hace falta vivir en un país totalitario”. Hoy proliferan neolenguas por doquier. Tenemos así: una neolengua neoliberal en donde el recorte de los derechos de los trabajadores se le llama “flexibilización laboral”; una neolengua populista donde las clases propietarias y las elites políticas son “casta” que se convierten en “caspa” social y el escrache a opositores es “jarabe democrático”; y una neolengua woke -con su correspondiente policía del lenguaje- que ve por todos lados insultos velados o “microagresiones”, que propone un complicado y elitista “lenguaje inclusivo”, que a la censura de personalidades llama “cancelación” y que denomina “apropiación cultural” al inevitable mestizaje cultural.
¿Qué hacer ante esta manipulación del lenguaje? Orwell propone: “hemos caído tan bajo que la reformulación de lo obvio es la primera obligación de un hombre inteligente”.
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