A todos nos ha afectado la pandemia que nos atrapó de sorpresa en el año 2020 y aún nos golpea, y aunque muchos tuvieron la esperanza de que esta contribuiría a provocar transformaciones positivas en los seres humanos, penosamente se ha reproducido lo que otros sospechábamos, la reproducción de la eterna lucha entre el bien y el mal, en la que unos lo dieron todo por salvar vidas y aportar, mientras otros utilizaron su ingenio para enriquecerse o beneficiarse a la merced de otros.
Las consecuencias de esta crisis sanitaria van más allá de las terribles pérdidas de vidas y como se alertó desde un inicio por especialistas de la salud mental, las afecciones y secuelas serían graves, lo que en parte explica quizás el incremento de la violencia que sacude no solo a los Estados Unidos de América, país en que lastimosamente estos hechos se han sucedido desde hace años mientras el poderoso lobby de la Asociación Nacional del Rifle increíblemente sigue justificando la libre venta de armas, sino en países nórdicos que tristemente también han sido objeto de hechos sangrientos, como hace unos días aconteció en Dinamarca y recientemente en Noruega, lo que resulta inusitado dado el historial pacífico y de seguridad en estos.
La crisis económica derivada de la sanitaria se hizo sentir y naturalmente iniciaron medidas paliativas en casi todas partes del mundo, pero cuando se creía haber comenzado a superarla nos llegó una peor, consecuencia de la invasión rusa a Ucrania cuyos efectos aunque repercuten en casi todos los países, están castigando severamente a los de Europa, lo que se refleja en el hecho de que el euro está en su punto más bajo en los últimos veinte años y expertos entienden que es inevitable su paridad con el dólar estadounidense.
Pero no se trata solamente de crisis sanitaria y económica, sino que estas nos encontraron con una crisis de liderazgos a nivel mundial, y aunque en pleno apogeo de la covid-19 se realizaron elecciones en algunos países y hubo cambios positivos, estamos lejos de los tiempos en que líderes inspiradores influían positivamente, y por el contrario estamos bajo la influencia de liderazgos populistas y negativos que han utilizado la fuerza como herramienta de imposición, han colocado por encima del imperio de la ley sus egos sin medir consecuencias, y abusado de su influjo para denegando la ciencia generar confusión jugando con la ignorancia de la gente, utilizando en su favor plataformas informáticas para dirigir equivocadamente conductas humanas.
Cuando a esto se suma que grandes empresas tecnológicas tienen la capacidad de manipular la profusa información que recogen de personas y hasta de gobiernos, que mediante el uso de algoritmos se puede intervenir en elecciones como se ha dicho sucedió en el país más poderoso del mundo, y que algunos de los más ricos del mundo intentan controlar redes sociales, estamos a un paso de que un puñado de personas intenten asimilar nuestra realidad a la esclavitud del Gran Hermano y la severa vigilancia de las pantallas del patético mundo orwelliano.
En medio de ese sombrío panorama conviene reflexionar sobre lo expresado recientemente por el Papa Francisco en una entrevista concedida a un medio de comunicación de su natal Argentina, de que “No podemos volver a la falsa seguridad de las estructuras políticas y económicas que teníamos antes [de la covid-19]” y que “de la crisis no se sale igual, sino que se sale mejor o peor”, y que “de la crisis no se sale solo. O salimos todos o no sale ninguno”.
Esa falsa seguridad que muchas veces era también complicidad e irresponsabilidad, debe hacernos entender que no podemos seguir actuando como lo hacíamos, ni volteando la mirada ante crueles realidades u otorgando un silencio cómplice ante violaciones a la ley y actos inmorales, pues esta pandemia debería al menos dejarnos la lección de que el mundo necesita una real transformación, y que deberíamos hacerlo sino por justicia, al menos por instinto de supervivencia, pues como nos lo recuerda su Santidad, el mayor peligro de esta crisis es que no salgamos ninguno.
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