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Un Haití saudí

Tan sólo hay que esperar la voluntad política, pues no se requieren nuevas leyes, decretos o censos.

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(Este artículo fue publicado hace quince años. Desde entonces en Guyana, país de apenas 500,000 habitantes y ubicado en la costa norte de Suramérica, ha aparecido mucho petróleo y ya parte de la diáspora está retornando).

A veces, al analizar un problema, es útil, como premisa de trabajo, suponer un escenario muy improbable, aunque no imposible.  Apliquemos esa metodología al actual conflicto derivado de la creciente presencia de la mano de obra haitiana en nuestro país.

Supongamos que en el vecino país aparezca petróleo en cantidades tan abundantes que Haití se convierta en una Arabia Saudita caribeña. Sus enormes recursos financieros permitirían proveer a toda su población, al igual que en los países árabes productores de petróleo, no sólo un empleo bien remunerado, sino seguridad social, educación y salud.  La diáspora haitiana de Montreal, Miami, París y República Dominicana sería invitada a retornar a su patria y disfrutar de la bonanza. Santo Domingo, de pronto, se quedaría sin haitianos. ¿Qué pasaría entre nosotros?  ¿Nos convendría esa nueva situación?

Los efectos inmediatos serían una reducción en el desempleo entre los dominicanos y un aumento en el nivel general de salarios, pues la mano de obra haitiana tendría que ser reemplazada por dominicana y ésta exigiría mayores niveles de salarios y mejores condiciones de trabajo. Esto, a su vez, estimularía el uso de más maquinaria agrícola en algunos sectores. Lo anterior implicaría una mejoría extraordinaria en la distribución del ingreso en el país, a favor del obrero dominicano y a expensas de los patronos.  Seríamos una sociedad más justa y con mucho menos desempleados.

¿Quiénes serían los perjudicados? Los dueños de ingenios azucareros, los colonos cañeros, los dueños de fincas de café y arroz, los adquirientes de viviendas, pues éstas saldrían más caras, el presupuesto de Obras Públicas, ya que subirían los costos de todas las construcciones y el sector turístico, pues éste dejaría de utilizar haitianos. Algunas amas de casa también quedarían afectadas, aunque en menor grado, pues subiría el costo del servicio doméstico, al desaparecer los haitianos.

La retórica fofa, muchas veces oportunista y carente de seriedad, que ha caracterizado, con contadas excepciones, el debate público sobre el tema de la mano de obra haitiana, impide discutir el asunto en sus verdaderas dimensiones y que son esencialmente de política interna. Los consabidos argumentos racistas, étnicos y culturales no tienen mucha validez. ¿Podría algún día un gobierno dominicano tomar una medida que perjudica a unos pocos, pero influyentes sectores de nuestra economía, pero cuyos beneficios netos a la población son evidentes? Hasta ahora ni siquiera Trujillo se atrevió a tomarla, pues durante su régimen los ingenios azucareros siempre disfrutaron del uso de la mano de obra haitiana, incluyendo aquellos que le llegaron a pertenecer.  Hoy día nuevos sectores la utilizan, por lo que los patronos perjudicados son cada día más y más influyentes.

Mientras tanto, deportamos haitianos por un lado de la frontera y los traemos por el otro. Decimos que ya no vienen, pero la verdad es que los seguimos trayendo. Por supuesto, no hay que esperar el petróleo del otro lado de la isla para enfrentar el dilema.  Tan sólo hay que esperar la voluntad política, pues no se requieren nuevas leyes, decretos o censos.

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