Con su proverbial bravuconería, Donald Trump se proyecta como un hombre fuerte que detesta a los débiles y que solo negocia con hombres igual que él. Las constantes burlas a sus rivales, dentro y fuera de su partido, son la expresión de alguien que se cree superior a los demás. Sin él, Estados Unidos es un país del tercer mundo, débil, que no inspira respeto ni temor. Cuando perdió las elecciones presidenciales, en lugar de aceptar la voluntad de la mayoría y honrar con gracia el ritual de la transferencia, se dedicó a negar los resultados, alegar que los demócratas hicieron fraude y a criticar las instituciones electorales, aunque en muchos lugares donde él alegó fraude los oficiales electorales eran del Partido Republicano.
Al ver las cosas fríamente, es evidente que Trump no ha sido tan fuerte políticamente como él se ha querido presentar. Ciertamente, contra todo pronóstico él ganó las elecciones presidenciales de 2016, pero lo hizo sin obtener una mayoría del voto popular y su triunfo tal vez se debió a la fatiga del electorado con los Clinton que llevó al Partido Demócrata a perder Estados que no estaba supuesto a perder como Pensilvania, Michigan y Wisconsin. Más aún, hay quienes sostienen que si Joe Biden se hubiese lanzado en esa oportunidad, como es normal que hagan los vicepresidentes, lo cual no hizo por estar en duelo debido a la muerte de un hijo, lo más probable es que Trump no hubiese llegado nunca a ser presidente de Estados Unidos.
La debilidad política de Trump también se puso de manifiesto en las elecciones de medio término de 2018 en las que el Partido Demócrata ganó cuarenta y un escaños en la Cámara de Representantes, el mayor número desde las elecciones que siguieron al escándalo de Watergate, lo que fue una indiscutible derrota a Trump y su partido. Y en las elecciones 2020 Trump pierde la reelección, la primera vez en casi treinta años que un presidente no puede reelegirse, al tiempo que su partido perdió el control del Senado, lo que pone de manifiesto que ese hombre supuestamente fuerte, que encarna al “macho político” que reparte boches e insultos por doquier, ha sido en realidad más perdedor que triunfador, por lo que ha expuesto a su partido a derrotas que de otro modo pudo evitar.
Esa tendencia perdedora se puso de nuevo de manifiesto en las recientes elecciones de medio término pues si bien es cierto que Trump no aparecía en la boleta sí se involucró activamente a apoyar candidatos en las primarias republicanas con la movilización de su base radicalizada dispuesta a hacer lo que él le pidiese. El revés político que ha sufrido el Partido Republicano ha sido humillante. A pesar de la inflación, el aumento de la inseguridad ciudadana y la baja popularidad del presidente Biden, el Partido Demócrata retuvo la mayoría en el Senado y aunque perdió la mayoría en la Cámara de Representantes, la diferencia fue por un estrecho margen, no la barrida de la “gran ola roja” que Trump y muchos otros esperaban.
Es evidente que una buena parte del electorado estadounidense no está contento del todo con el gobierno de Biden a pesar de sus logros legislativos en materias como infraestructura, cambio climático, reducción de los precios de los medicamentos, entre otros, que solo el tiempo pondrá en verdadera perspectiva. Pero mucho más descontento está con los excesos de la ultraderecha trumpista, con su tono agresivo y agitador, dispuesta incluso a quebrar la propia democracia norteamericana como ocurrió con las turbas violentas que penetraron en el Capitolio el 6 de enero de 2020 para impedir la proclamación ordenada del candidato triunfador en las elecciones.
Entre los factores que probablemente más incidieron en que los votantes demócratas e independientes acudieran a las urnas para impedir un triunfo arrollador de los republicanos ha sido el reciente papel de la Suprema Corte con una mayoría ultraconservadora preparada a echar por la borda precedentes judiciales que durante décadas se dieron por sentados en la sociedad norteamericana. Asimismo, la insensibilidad de Trump ante situaciones sociales dramáticas, como cuando se negó a repudiar a los neonazis y a los supremacistas blancos que marcharon de manera agresiva y violenta en Charlottesville, VA, en agosto de 2017, ha sido también un factor que ha apelado a la conciencia de una gran parte del electorado que desea decencia, moderación y civilidad en la vida política de su país. El nativismo, el racismo y la xenofobia que brota de las fuerzas trumpistas fue también un factor para que la mayoría de los independientes le negara el voto a los republicanos.
Si el Partido Republicano no se sacude del trumpismo seguro se encontrará con una sorpresa similar dentro de dos años cuando estará en juego la presidencia de Estados Unidos. El Partido Republicano tiene una tradición distinta al trumpismo, legítima y democrática, que reconoce la validez de los actores que participan en la competencia política, valora el pluralismo ideológico y respeta las instituciones democráticas.
A su vez, el presidente Biden y el Partido Demócrata tienen también algunas lecciones que aprender del proceso electoral recién pasado. Entender, por ejemplo, que para la gran mayoría de la población espera respuestas eficaces sobre problemas cruciales como la seguridad ciudadana, el control de la inflación, el fenómeno migratorio, así como una mayor moderación y gradualidad en ciertos temas de la agenda progresista.
En todo caso, los demócratas tienen muy buenos motivos para celebrar pues recibieron un importante respaldo en lugares cruciales del mapa político norteamericano, incluyendo algunos que han sido bastiones tradicionales del Partido Republicano, lo que les allana el camino para las elecciones de 2024. Por su parte, el Partido Republicano deberá decidir si sigue aferrado al trumpismo o si comienza a recuperar lo mejor de su propia tradición, empezando con los aportes de Abraham Lincoln, para presentar una nueva propuesta que deje atrás el extremismo radical ultraderechista que ha controlado el discurso y la agenda de ese partido en los últimos tiempos.
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