Es más que conocida la tesis de Francis Fukuyama, avanzada en un artículo en la revista The National Interest del verano de 1989 y expuesta en su libro de 1992 El fin de la historia y el último hombre, donde, en medio del desmoronamiento de los “socialismos reales” en Europa y la desaparición de la Unión Soviética y sobre la base del pensamiento de Hegel visto a través de los espejuelos de Kojève, predice el triunfo de la democracia liberal “como la forma final de gobierno humano” y el “fin de la historia”, entendido como el “fin de las guerras y las revoluciones sangrientas”, cuando los hombres satisfarían “sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas”.
Se critica a Fukuyama señalando que las guerras siguieron en todo el mundo y se incrementaron al calor de la “guerra global contra el terrorismo” tras el ataque contra las Torres Gemelas y las guerras en Irak, lo que evidenciaba, según sus críticos, que la democracia liberal de origen occidental estaba muy lejos de aceptarse generalizadamente como paradigma de sistema político, rechazo que fue evidente con el ascenso en los últimos diez años de los nacionalpopulismos de derecha y de izquierda, tanto en el Tercer Mundo como en el mundo desarrollado, gracias al incentivo provisto por desigualdades socioeconómicas, sino crecientes, por lo menos mucho más perceptibles en un mundo de mayor prosperidad y crecimiento económico.
La verdad es que, vistos desde la distancia de nuestro presente, en los últimos 30 años hemos vivido ese tiempo “muy triste” propio del fin de la historia según Fukuyama. Un tiempo en el que “la lucha por el reconocimiento, la disposición a arriesgar la propia vida por una meta puramente abstracta, la lucha ideológica a nivel mundial que requería audacia, coraje, imaginación e idealismo [ha sido] reemplazada por el cálculo económico, la interminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio ambiente y la satisfacción de las sofisticadas demandas consumistas”. Tiempo tan triste que nos ha permitido escapar del aburrimiento sumiéndonos en las banales luchas identitarias y en las estrambóticas “guerras culturales” que son el pan nuestro de cada día.
Y, sin embargo, la invasión militar rusa a Ucrania y la heroica resistencia del pueblo ucraniano en armas, con el apoyo de Occidente, tímido -por temor a la amenaza nuclear de Putin- y a veces entusiasta, nos revela que la historia no ha terminado, que hay un Estado-nación que lucha por su independencia e integridad territorial, pero, sobre todo, que se ha embarcado en una batalla militar, política e ideológica, no solo por su defensa existencial y por la preservación de su democracia, sino, además, por la defensa de las democracias contra las autocracias del mundo.
Ciertamente la historia sí ha terminado. Porque nadie quiere vivir bajo una dictadura y por eso millones de personas emigran, no a China, Rusia, Corea del Sur o Irán, sino al Occidente democrático y liberal. Y es que, como recientemente afirmaba Fukuyama, “ningún gobierno autoritario presenta una sociedad que sea, a largo plazo, más atractiva que la democracia liberal” y que represente el “punto final del progreso histórico”. Vivimos, pues, el eterno retorno del fin de la historia.
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