Ahora que en el mundo millones de personas estamos en ascuas esperando la que luce ser en su avance la magnífica superproducción fílmica Napoleón del director Ridley Scott protagonizada por Joaquin Phoenix, no es ocioso recordar la impresión que causó en Hegel ver a Napoleón recorrer las calles de Jena. Escribe Hegel a su amigo Niethammer:
“Jena, lunes, 13 de octubre de 1806 día en que Jena ha sido ocupada por las franceses y el emperador Napoleón ha entrado en su recinto. He visto al emperador -esa alma del mundo- salir de la ciudad para reconocer el terreno; efectivamente, es una sensación maravillosa ver a un personaje así concentrado en un punto, montado a caballo, extenderse por el mundo y dominarlo”.
He ahí sintetizado, en esa solemne declaración de admiración de uno de los filósofos más importantes en la historia de la modernidad, hacia el hombre que invadió, derrotó y destrozó a la ciudad en que vivía, el código genético del discurso que ve a la historia como producto de grandes hombres que personifican el pretendido “weltgeist” o “espíritu del mundo” desde Hitler hasta Stalin, pero también desde Franco, pasando por Trujillo hasta Fidel Castro.
A ese discurso debemos que, como ya advertía Hans Magnus Enzensberger en 1989, la política, estuviese dominada mucho tiempo por “la quimera del hombre montado a caballo” que “representa al héroe europeo, una figura imaginaria sin la cual la historia pasada del continente sería totalmente inimaginable”.
Y no es que Napoleón no es digno de admiración, pero no precisamente por las razones que entusiasmaron a Hegel. Aparte de sus novedosas estrategias y tácticas militares, a Napoleón hay que admirarlo porque, sobre la base de las reformas ya emprendidas en el Ancien Regime, como bien advirtió Tocqueville, consolidó y centralizó la Administración contemporánea.
Pero, lo más importante, debemos admirar a Napoleón porque impulsa el Código Civil, magna expresión, a pesar de su ostensible moderación, del constitucionalismo liberal y de los derechos del hombre y del ciudadano, tal como emergen de la Revolución francesa. Al propio Napoleón no escapó su gran aporte. Por eso dijo, en una ocasión, “mi verdadera gloria no está en haber ganado cuarenta batallas; lo que nada borrará y vivirá eternamente es mi Código Civil”.
El reconocimiento de estas notables contribuciones de Napoleón a la idea del Estado [legal] de Derecho no nos debe impedir, sin embargo, reconocer que el emperador es pura expresión de lo que luego se conocería como cesarismo, bonapartismo o despotismo democrático, es decir, en palabras de Norberto Bobbio, “esa forma de gobierno de un hombre que nace como efecto del desconcierto hacia el que marcha ineluctablemente el gobierno popular: el jacobinismo engendra a Napoleón el Grande; la revolución de 1848 genera a Napoleón el pequeño, del mismo modo que el tirano clásico nació en las ciudades griegas tan pronto como se impuso el demos, o bien el señor en las tumultuosas comunas italianas”.
Ya lo decía Hamilton, “la mayoría de aquellos que han subvertido la libertad de las Repúblicas, iniciaron su carrera tributando al pueblo un obsequio cortesano: empezaron como demagogos y acabaron como tiranos”. Los impenitentes populistas de nuestros tiempos son, podríamos decir, bonapartistas, pero, para nuestra desgracia, sin códigos ni instituciones como las que propició Napoleón.
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