Por Julio Cury y Francisco Franco
El instituto de la conversión de la acción penal se prevé en el art. 33 del Código Procesal Penal: “El ministerio público (sic) puede, a solicitud de la víctima, autorizar la conversión de la acción pública en privada…”. Como es sabido, dicho texto fue promulgado en el 2002, esto es, ocho años antes que se proclamara la vigente Ley Sustantiva.
No son extraños los desajustes de las normas preexistentes con el texto supremo, lo que no necesariamente implica su expulsión del ordenamiento jurídico. La doctrina y jurisprudencia modernas han avalado una serie de principios para mitigar las fricciones surgentes, siendo uno de los más paradigmáticos el de interpretación conforme, técnica hermenéutica vivamente recomendada que, sin embargo, es rarísimas veces utilizada como estribo de lo que resuelven nuestros órganos jurisdiccionales y administrativos.
No pocos operadores, probablemente por su desconexión con el derecho constitucional, insisten en apegarse al rigor textualista de los enunciados, método propio del siglo XIX que se inspiraba en la desconfianza en el juzgador. Sin embargo, extraer de la letra el sentido de la norma sin sentido crítico, no repara en las consecuencias irracionales que pudieran derivarse, como sucedió en la comedia shakespeariana El mercader de Venecia.
Se olvida que esa rigidez legal, propia de la escuela positivista clásica, entra en dramática tensión con valores, principios y derechos que la Ley Sustantiva consagra. El principio de interpretación conforme, claro y afilado como un diamante, promueve el indispensable acoplamiento, habida cuenta de que ningún resultado hermenéutico puede ser incompatible con las restricciones formales y materiales de validez que impone la Ley Sustantiva.
En efecto, mientras sea posible, las “[…] las leyes ordinarias deben ser interpretadas de tal forma que su contenido normativo se vuelva coherente” con la Constitución, explica Guastini. Lo secunda Paulo Bonavides, eminente profesor brasileño que partió hacia el misterio en años recientes: “[…] en los casos en que una disposición jurídica admita dos interpretaciones posibles, entre las cuales una de ellas conduzca al reconocimiento de la constitucionalidad, el juzgador deberá inclinarse por ella”.
En vista de que el derecho es una ciencia social dinámica que demanda un enfoque sistemático, y dado que el péndulo que regula la marcha del reloj no se detiene, el principio en comento evita innecesarias antinomias, preservando con vida normas preexistentes cuya literalidad a ultranza pudiese fracturar el valor justicia o algún principio general del derecho. Para expresarlo de otro modo, asegura el engranaje armónico del ordenamiento, a la vez que lo tapiza de coherencia lógica.
Por tanto, no es conveniente tensar el tenor textual, como si el precepto fuese un átono suelto o disperso. Lo sensato es integrarlo al ordenamiento, pero más que nada, medirlo con el rasero constitucional. Si no se acomoda a ella del todo, entonces lo recomendable es interpretarla con arreglo a la técnica en análisis, la cual no pretende más que “[…] la reorientación en sentido constitucional de las disposiciones jurídicas preexistentes”, como señala Xabier Arzos Santisteban en una obra colectiva dirigida por Juan Santamaría Pastor.
Volvamos al art. 33 del Código Procesal Penal y digamos, sin más perífrasis, que el resultado de su interpretación declarativa le vuelve la espalda a la unidad que predica la visión sistemática del derecho y, peor todavía, colide con el art. 69 constitucional. Empecemos recordando que el art. 69.10 dispone que “Las normas del debido proceso se aplicarán a toda clase de actuaciones judiciales y administrativas”.
Muy a pesar de que la conversión de la acción pública se produce con ocasión de una querella penal, el dictamen que lo autoriza es un acto netamente administrativo, por lo que cae bajo la órbita de actuaciones cuya eficacia está irrefragablemente condicionada al respeto de las garantías fundamentales. No nos referiremos al debido proceso de la Ley núm. 107-13, pues no obstante contemplarse en su art. 3.22 como principio de la actuación administrativa, tiene idéntica jerarquía que el Código Procesal Penal, y el texto de interpretación conforme debe ser supralegal.
Es verdad que el referido art. 33 no supedita la conversión de la acción penal a que previamente se le notifique al imputado la instancia sometida por el querellante, pero es justamente por eso que debe interpretarse en base al principio en estudio, anclándolo específicamente en el ámbito de protección de las garantías del debido proceso. Y es que la dicción literal de dicho precepto, al tiempo que pone al desnudo un extremo de injusticia, arroja un saldo deficitario de cara al derecho de defensa y contradicción.
“En cierto sentido, podría decirse que la interpretación conforme es una regla de inaplicación (o de aplicación negativa): no dice qué hay que aplicar, sino qué no hay que aplicar”, aclara Arzos Santisteban con propiedad. Siendo así, ¿qué no debería aplicarse del art. 33 del Código Procesal Penal? La respuesta no se hace esperar: la potestad que le reconoce al Ministerio Público de convertir, inaudita parte, la acción pública en privada.
De ahí que deba desecharse la primera aproximación que ofrece su lectura, porque aun cuando ese sea el sentido de su tenor literal, socava la eficacia de las facetas jerárquica, directiva e integradora del principio de supremacía constitucional. Si lo interpretásemos conforme a la Constitución del 2010, e incluso antes en virtud de lo que prevén la Convención Americana de Derechos Humanos y el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, dicho art. 33 tendría que leerse así:
“La víctima puede requerirle al Ministerio Público, mediante instancia, la conversión de la acción pública en privada, la cual deberá serle notificada al imputado, que dispondrá de un plazo de cinco (5) días hábiles para formular sus reparos y petitorio. La conversión podrá disponerse, siempre que el interés público no esté gravemente comprometido, en los siguientes casos…”.
No faltará quien sostenga que la conversión no tiene que hacerse contradictoria porque, de ser autorizada, no agravia al imputado. Sin embargo, lejos de restringir la aplicación de las garantías fundamentales a un determinado tipo de actuaciones administrativas, el art. 69.10 constitucional la hace extensiva “a toda clase de actuaciones”. De cualquier manera, es falso que el dictamen de conversión sea inocuo, porque al autorizarle al querellante apoderar directamente la jurisdicción de fondo, le mutila al encartado su derecho a la defensa y contradicción tanto en la etapa preparatoria como en la preliminar.
Efectivamente, la retención de la acción pública por parte del órgano persecutor no solo le ofrece al imputado la posibilidad de oponerse a la disposición adoptada sobre la admisibilidad de la querella, como dispone la parte in fine el art. 269 del Código Procesal Penal. También le brinda la oportunidad de refutar su sustrato fáctico y jurídico para, de ese modo, poner al Ministerio Público en condiciones de disponer el archivo provisional o definitivo de la querella.
Y aunque esa decisión sea objetable y la resolución que se dicte apelable, el encartado podrá defenderla y sortear la etapa de juicio, lo propio que durante la audiencia preliminar en la eventualidad de que, finalmente, se presente acusación. Como se aprecia, la conversión de la acción penal sin poner antes al encartado en conocimiento de la intención del querellante, le amputa el derecho a ser oído en dos fases del proceso penal, derecho que se satisface solo cuando el justiciable puede “[…] defender sus intereses en forma efectiva, pues el proceso no constituye un fin en sí mismo, sino el medio para asegurar, en la mayor medida posible, la tutela efectiva”, como se establece en la TC/0427/15.
No es tampoco ocioso recordar que el art. 169.1 de la mismísima Constitución le ordena al Ministerio Público garantizar los derechos fundamentales, lo que obviamente incumpliría si le niega al imputado su derecho a la defensa con motivo de la solicitud de conversión del querellante. Pero no son estos los únicos abrojos que se presentan en el camino de quienes reducen el análisis del tema a la cerrada exégesis de la norma en mención.
Y lo decimos porque su literalidad vulnera por igual el principio de igualdad de armas, que en palabras de nuestro Tribunal Constitucional consiste en la simetría o paridad de posibilidades de las partes en todo género de contención “[…] al momento de exponer y defender sus pretensiones, con inmediación de las pruebas y con el derecho de contradicción plenamente garantizado…”.
En suma, la conversión inaudita parte de la acción penal, o si se prefiere, la hermenéutica textual y aislada del art. 33 del Código Procesal Penal, reverencia el desequilibrio procesal, ya que el encartado no cuenta con herramientas parejas de alegación y prueba, lo que es axiológicamente incongruente con las garantías fundamentales. Urge que nos resignemos a aceptar que la escuela de la exégesis es cosa demodé, que entendamos que la ley ordinaria no es ya eje del sistema normativo, y que admitamos sin resabios el carácter preceptivo y vinculante de los valores y principios constitucionales.
Sí o sí, debemos interpretar el repetido art. 33 mediante la técnica de interpretación conforme, por lo que el Ministerio Público tiene que escuchar al imputado antes de emitir su dictamen. La testarudez en el error de quienes predican otro evangelio no procura más que rechazar la progresiva constitucionalización del derecho, verdad de a puño que amén de abrirle paso a nuevos criterios hermenéuticos, selló el nicho en el que yacen los viejos dogmas del positivismo estático y excluyente, batidos felizmente en retirada desde que los principios generales irrumpieron en el sistema de fuentes.
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