El presidente de Ecuador, Rafael Correa, acaba de afirmar que la austeridad profundiza y alarga la crisis.
¡Corroboro!.
Sin ser mandatario, ni economista, ni nada parecido, he formulado la misma advertencia al Presidente Danilo Medina, desde su instalación el 20 de mayo, cuando anunció medidas restrictivas en el gasto. Medidas que ¡increíble! impactarían hasta las culturales fiestas navideñas.
Reducción del gasto público en estos países bananeros no es más que un eufemismo de los explotadores, para ocultar la receta fondomonetarista de ahondamiento de la crisis de quienes hace rato ya están en “olla”: la clase media, los pobres y los indigentes. Porque los ricos de la corrupción pública y privada (funcionarios, empresarios, políticos de todos los colores) nunca toman esa medicina. Todo lo contrario, dan riendas sueltas al desenfreno, a la vista de todo el mundo.
Siento sin embargo que Medina, como Correa, se piensa más desde los pobres. Y por eso mi alerta. No deseo que un día despierte, al final de su cuatrienio, patinando sobre las críticas mordaces y los abucheos de quienes hoy le aplauden por conveniencia.
Siempre me he preguntado qué sería de un país casi vencido por el enorme peso de la deuda social acumulada, si su Gobierno deja de construir obras sociales y reduce la inversión en programas de apoyo a los “jodidos”, solo por claudicar ante el asedio del FMI, sus agüizotes locales y los oportunistas de siempre.
Si no edifica escuelas, liceos, hospitales, puentes, carreteras, calles, viviendas, canales y presas, ¿quién respondería por el destino económico de miles de hombres y mujeres que, directa e indirectamente, viven de la industria de la construcción? ¿Quién pagaría las culpas por los resultados sangrientos de las tensiones sociales de por sí agitadas por el oportunismo político? ¿Quién tratará la hiperplasia sufrida por el “ejército de desempleados”?
Si se olvida de las tarjetas Solidaridad, de los Comedores Económicos, del Plan Social, del Seguro Nacional de Salud (Senasa), de los hospitales, ¿cuál sería nuestro destino y el de él?
El FMI carga sobre sus hombros una repudiable historia de asesorías a los gobiernos del mundo, para que amarren “las tripas de los pobres” y así agilizar pagos de deudas a sus defendidos. Es una policía que carece de alma. Por sus “consejos”, los muertos se cuentan por montones y la siembra de ingobernabilidad ha sido más que productiva. Pese a ello, no ha cambiado el viejo recetario. Y no tendría por qué cambiarlo si logra su objetivo: que los deudores paguen. Es cuestión de intereses, de dinero. Nada vale la vida si no hay dinero en el mundo que nos han configurado. Y en ese escenario, ese organismo es una fantasma casi inevitable.
Aun así, alguna brecha de escape a esta encerrona habría.
Cumplidos sus primeros cien días de Gobierno, Medina urge de un programa que active la economía, reviva la felicidad de la población y lo instale de una vez y por todas como un abanderado de la transparencia, pero construyendo, sin dejarse enredar en las patas del caballo por parte de adversarios encubiertos.
Ninguna crisis ha de llevarle a sustraerle al pueblo una tradición tan pesada en términos culturales como las navidades. Tiene que romper el hielo ahora, si no quiere lamentar toda la vida.
¡A las calles, a celebrar el fin de año y nuestra capacidad para levantarnos de las cenizas! Eso no nos hará más pobres.
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