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Conspiración, Navidad sin niños en la calle y ladrones al por mayor

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Tony Pérez.

A mediados de noviembre, regresaba del Cibao y me detuve en Turey a comprar una barra de dulce de leche y unas galletitas. Grande fue mi sorpresa.

Pagué con mil pesos y, dada mi premura y mi eterna distracción, introduje el menudo en el  bolsillo derecho de mi pantalón, sin contarlo. Al ver la acción, la cajera, quizás cuidándose de un reclamo posterior del cliente que pusiera en dudas su reputación, me advirtió:

“Señor, cuente su dinero y si ve que le he devuelto poco es porque las cosas están caras. Es por la reforma fiscal”.

Entonces saqué el restante y le pregunté a la dama por el precio del producto. “Cuatrocientos pesos”, me respondió. Por poquito muero de espanto; me informaba de un incremento superior al doble del precio por el cual lo compraba hace poco. Sulfurado, solo atiné a devolverle lo vendido y a exigirle “mis cuartos, porque no me caen del cielo”. Una señora que esperaba por pagar, al ver la escena, respingó: “Y cómo suben los precios así si la reforma no ha comenzado; chequee estas cositas antes de pagarlas para ver si las aumentaron”.

Estoy en desacuerdo con impuestos para pagar el robo de unos cuantos turpenes en un servicio eléctrico pésimo que solo me ha garantizado durante dos décadas, apagones de ocho y doce horas, daños de electrodomésticos y una puntualidad de reloj suizo en el cobro y la consignación de cargos por reconexión. Tampoco favorezco tributos porque a diario sufro las calles y carreteras llenas de hoyos y basura. Y nunca he recibido en casa agua de la CAASD, ni un apartamento a precio de clase media profesional, ni seguridad en las calles. Ni hablar de desempleo, salud, producción, desarrollo de las provincias más empobrecidas, como Pedernales.

Pero como digo una cosa, digo la otra. Aquí tenemos que ser más serios, todos y todas. Porque somos muy diestros en reclamar honestidad a la autoridad; mas, somos unos indolentes y conspiradores frente a la sociedad, cuando se trata de nuestros intereses.

Lo que he sufrido en Turey, lo he sufrido en todos los negocios que he visitado desde ese día, que son muchos: desde los ventorrillos de ventas de víveres y frutas y los colmados de barrios, hasta las grandes plazas con supermercados y farmacias en el paquete. Y dondequiera alegan lo mismo: “La reforma fiscal, amigo; la reforma fiscal”. Es decir, siempre renuevan su licencia para joder a los consumidores.

Los niveles de agiotismo en este país son espeluznantes (siempre han sido); sin embargo, la autoridad se agarra de que la ley de oferta y demanda del mercado es determinante, mientras la población, incluidas sus organizaciones de presión, se hace la anestesiada.

Por menos de lo que denuncio en el sector privado, aquí se han armado movimientos sociales con resultados positivos (Cementera en Gonzalo y el 4% del PIB para educación). Por menos, en otros países ha explotado protestas populares incontenibles. Y “poco me lo jallo” ante tan grave conspiración.

En navidad, sin niños y niñas en la calle

No sé si se puede gozar la Navidad después de pasar las intersecciones de las avenidas y los frentes de supermercados de las ciudades y ver a decenas de niños y niñas que, bajo riesgo, aprovechan los cambios de luces de los semáforos para vender chucherías o mendigar un par de pesos.

Ellos y ellas son reflejo de lo mal que andamos como sociedad. Un indicador de cómo la riqueza está concentrada en dos o tres manos y la pobreza en los demás.

Hay países como Colombia que han resuelto el problema de los niños y niñas en las esquinas, lo que nunca se ha hecho en este país.

El presidente Danilo Medina ha demostrado hasta ahora que se puede lograr mucho con poco a favor de los empobrecidos, porque en él vive la voluntad política. Le sugiero que ordene la solución real de esa vergüenza nacional. Pero sin represión ni demagogia; sin allante mediático para salir del paso, como suelen hacer en este país. Podrían llevarlos a un centro de tránsito donde puedan vivir con dignidad y estudiar, mientras la autoridad cree las condiciones definitivas con sus padres o tutores.

Manos a su obra, que esa sería grande y se resuelve con poco.

Ladrones al por mayor

El Gobierno ha escuchado el reclamo nacional y se apresta a una reforma de la Policía.

La gente está al grito con la delincuencia y con las inconductas de muchos policías. Los ladrones son cada vez más descarnados, asesinos; cada vez hay más agentes del orden que involucran con ellos en tan malas prácticas. Un círculo vicioso, la población luce tensa, insegura, sin paz. Y no es para menos.

Como he dicho antes, este es el mejor momento para transformar a la institución del orden público. Pero esa acción será insuficiente mientras la población no se empodere.

En los barrios y residenciales todo el mundo conoce a los delincuentes. Cuando usted conversa con los residentes, éstos identifican con nombres y apellidos a los gatilleros y a todos los ladrones, con nombres y apellidos, y hasta con sus categorías. Igual que a los suplidores de drogas que llegan y los drogadictos que merodean las calles.

Nadie, sin embargo, osa tocarlos porque –dicen— “ellos son tranquilos aquí, no nos hacen daño; ellos vienen con sus cosas robadas y ya”.

El asunto es más grave, pues muchas familias viven de los cacos. Algunas hasta les encargan lo que necesitan, sin importar quién muera durante el robo. Muchas residencias son equipadas con muebles y electrodomésticos robados; muchos de los vehículos que circulan, son robados. De los repuestos y accesorios, ni hablar.

Con ese nivel de displicencia jamás reduciremos el impacto de la delincuencia, aunque tengamos la mejor policía.

Como estamos en Navidad, les dejo con un poema que quizás explique en parte el porqué de nuestra inseguridad y nuestros miedos:

… Y cuando vinieron por mí.

La primera noche ellos se acercan y cogen una flor de nuestro jardín,
y no decimos nada.
La segunda noche ya no se esconden, pisan las flores, matan nuestro perro y no decimos nada.
Hasta que un día el más frágil de ellos entra sólo en nuestra casa,
nos roba la luna,
y conociendo nuestro miedo
nos arranca la voz de la garganta.
Y porque no dijimos nada
ya no podemos decir nada

Vladimir Maiakovski.
Poeta ruso
1893-1930

[email protected]

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