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La “doctrina jurisprudencial”

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Ahora bien, no fue por voluntad del legislador, sino del constituyente, y es precisamente ese el reproche que nos permitimos hacerle al indeterminado sintagma que trajo la Ley núm. 2-23 desde el otro lado del Atlántico.

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Por Julio Cury y Daniel Pérez Peynado

     La Ley núm. 2-23 importó una cláusula hasta entonces extraña entre nosotros. El literal a) de su art. 10.3 filtra la apertura a la casación a que la decisión recurrida resuelva en oposición a la “doctrina jurisprudencial”. En vista de que su contenido ni alcance son definidos, menudean interrogantes: ¿es un instituto tipo la súmula brasileña? ¿Una variedad de stare decisis del common law? ¿O se trata de una técnica para uniformizar los criterios casacionales?  

El núcleo esencial de la función de la corte de casación de la familia francoitaliana, tal como se establece en el párrafo del art. 7 de la legislación en cita, es examinar, caso a caso, el derecho aplicado por los órganos judiciales del mérito. Para ello, desarrolla una jurisprudencia horizontal mediante la atribución del exacto e intrínseco significado de los enunciados normativos a partir de las decisiones sometidas a la crítica casacional.

En palabras de Calamandrei, es “controllo sul controllo”. Al tratarse de una vía de impugnación reactiva, la eficacia de las razones adoptadas es relativa, restringida a los instanciados y, por ende, su extrapolación ultra partes sería una clara invasión del Poder Judicial en la esfera competencial del Poder Legislativo. Es lo que ha sucedido con el texto legal de referencia.

En efecto, al cerrársele las puertas de la Corte de Casación a toda decisión que se haya sustentado en la “doctrina jurisprudencial”, la Ley núm. 2-23 incorpora de suyo un mandato imperativo consistente en asumir como reglas adscritas o subreglas el sentido por ella declarado respecto del contenido de este o aquel precepto. Y como afirmaba Adolf Wach, “si la ley atribuye a un tribunal supremo la facultad de interpretar con fuerza vinculante para los tribunales inferiores, está concediéndole en realidad una función legislativa”.

Cierto que a las ratio decidendi de las sentencias del Tribunal Constitucional se les reconoce valor material de normas, o lo que es lo mismo, un carácter primario y directo en el sistema de fuentes del derecho, ubicándoseles a la par de la ley. Ahora bien, no fue por voluntad del legislador, sino del constituyente, y es precisamente ese el reproche que nos permitimos hacerle al indeterminado sintagma que trajo la Ley núm. 2-23 desde el otro lado del Atlántico.

Como sabemos, la Constitución les confía a senadores y diputados la función de legislar, prohibiéndoles radicalmente delegarla en su art. 4. Sin que constituya ningún desafío a la inteligencia, la jurisprudencia coercitiva eufemísticamente bautizada como “doctrina jurisprudencial”, es un acto de delegación. Simple: la anticipada suerte que indefectiblemente está llamada a correr cualquier decisión que se dicte en oposición a ella, opera como camisa de fuerza en detrimento de los jueces del orden judicial inferior.

Indudablemente, es una apuesta a la administración mecanicista de la justicia. Claro que la predictibilidad del derecho materializada en la consistencia de los criterios de interpretación es abono de los principios de igualdad y seguridad jurídica. Ahora bien, los jueces ordinarios no pueden ser subyugados a simples burócratas, a la boca inanimada de la que hablaba Montesquieu, o si se prefiere, a cajas de resonancia de los criterios monopólicos de la corte de vértice.

Más todavía, esa aspiración viola la independencia judicial que en términos vivos prevé el art. 151 constitucional, que a renglón seguido somete a los jueces del orden judicial “a la Constitución y a las leyes”. No figurando dentro de ese elenco el instituto en análisis que Lon Fuller, a mediados del pasado siglo, llamaba “apostolado del derecho jurisprudencial”, es más que patente su contrariedad constitucional y, por consiguiente, la anemia vinculante que se le ha pretendido transferir.

Ocurre igual con el “interés casacional”, colador recursal de origen español que infortunadamente la TC/0489/15 exhortó aprobar como requisito de admisibilidad de la vía impugnativa en mención, porque es genéticamente incompatible con nuestra carpintería constitucional. Y lo es porque, en rigor, es empleado para acceder a los tribunales supremos cuyas decisiones fijan precedentes prospectivos y obligatorios, no siendo ese el caso de nuestro colegiado de mayor jerarquía judicial.

Entonces, si la Corte de Casación carece de autoridad para producir derecho por sí misma, y si su función es de control ex tunc, lo sensato es que su acceso no sea obstruido, ya que no habría cómo examinar la legalidad de las decisiones judiciales de las instancias ordinarias. La sobrecarga de trabajo es lo en otras latitudes -y también aquí- es lo que ha dado pie a razonar sobre el precedente, mas no ya como fiabilidad del sistema, sino como herramienta de descongestionamiento.

No obstante, entre nosotros es impropio calificar los fundamentos de las sentencias de la Suprema Corte de Justicia como precedentes. Dejaremos que Carolina Deik Acosta-Madiedo, reconocida docente colombiana y actual primera dama de Bogotá, lo explique: “Jurisprudencia y precedente son conceptos distintos; el primero tiene naturaleza persuasiva y argumentativa, mientras que el segundo tiene carácter normativo y obligatorio”.  

Estamos conscientes de la vertiginosa circulación del derecho extranjero, pero mientras nuestra Carta Sustantiva no sea modificada, la Corte de Casación no podrá ser legisladora contra-mayoritaria. Consecuentemente, la jurisprudencia no puede considerarse como fuente formal o directa de derecho, sino como criterio auxiliar, por lo que el osado resignificado que le ha dado el art. 10.3 de la Ley núm. 2-23, direccionándola a futuro como parámetro vinculante, fue un exceso del legislador.

A decir verdad, se arrogó una competencia privativa del constituyente y, de paso, se llevó de encuentro la independencia judicial que proclama el art. 151 constitucional. De ese modo, ha pretendido hacer añicos el disenso entre jueces para rendirle culto a la anacrónica doctrina estática que reniega furiosamente de cualquier reorientación interpretativa. Ese sistema en forma de pirámide, en el que el vértice determina lo que hace el nivel inferior, “es la base de los sistemas autoritarios… lo decía Max Weber, no lo ingenié yo”, lamentaba Michele Taruffo años antes de emprender el viaje hacia lo desconocido.

La divergencia de criterios es tan natural como saludable, porque contribuye a la formación de la jurisprudencia. Ya lo decía Uberto Scarpelli, figura central del derecho italiano del siglo pasado: “Hacer jurisprudencia no es observar un bloque de mármol, sino cantar en coro… porque en el coro todos o casi todos cantan”. Por lo tanto, en lugar de sofocar los desacuerdos a través de la interpretación vinculante de criterios casacionales que la repetida Ley núm. 2-23 enmascara como “doctrina jurisprudencial”, deberíamos darles la más cálida bienvenida, pues de cara a la uniformidad y desarrollo del derecho, nada contribuye más.

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