La vuelta a la palestra de un encendido debate en torno al “barrilito” en el Congreso ha puesto de manifiesto la forma en que legisladores se aferran a esos fondos, mientras crecen las objeciones en la opinión pública.
Incluso en el mismo seno congresional algunos representantes, muy pocos pero firmes y coherentes en sus posiciones, han mantenido sus críticas a que se dispongan de fondos para alegados planes sociales.
Los oponentes coinciden en que las labores de asistencia social no son propiamente funciones de los legisladores y que si estos de forma individual desean ser generosos frente a carencias y padecimientos ajenos, deberían hacerlo con recursos propios y no del Estado, vale decir del contribuyente.
En un periodo difícil de la economía nacional en que el presidente Danilo Medina ha tenido que llamar a “amarrarse los cinturones”, partiendo de su propio despacho, la política de austeridad debería ser predicada y también aplicada en todos los ámbitos de los poderes públicos.
El Congreso no debería ser una excepción, toda vez que la Cámara de Diputados y el Senado no generan recursos, sino que todas sus nóminas y gastos tienen que ser sufragados por el dinero que produce el fisco a través de sus diferentes fuentes de captación.
Es cierto que, dada la delicada y trascendente labor de los congresistas, merecen un tratamiento digno en cuanto a ingresos y facilidades, pero en ningún caso se justifica llegar al extremo de privilegios irritantes y gastos dispendiosos.
Este tipo de inquietudes y observaciones no se limitan a sectores de opinión publica que son sobradas razones se oponen a cualquier forma de uso no equilibrado de recursos, porque cada día más legisladores se suman a quienes abogan por asumir la austeridad como una política efectiva a todos los ámbitos y niveles de la administración pública. Ojala que este llamado a la conciencia encuentre la acogida que merece.
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