Donald Trump basó su campaña electoral de 2016 en una idea central: construir el muro, sellar la frontera y hacer que el gobierno de México pagara por esa construcción. De los inmigrantes mexicanos dijo que eran criminales, especialmente violadores, quienes, además, contaminaban la sangre de los americanos. Por supuesto, ni selló la frontera ni el gobierno de México pagó un centavo para construir el muro, pero el efecto político de esa retórica fue verdaderamente impactante.
Una vez en el gobierno, Trump elevó la retórica contra la comunidad musulmana, cuyos miembros tuvieron que cargar con las consecuencias de un discurso que los estigmatizaba como terroristas, a pesar de que la abrumadora mayoría de esa comunidad está compuesta por gente decente, honorable y trabajadora. Otras comunidades de migrantes fueron también objeto de desdén e intimidación, lo que envalentonó a grupos extremistas – neonazis, supremacistas blancos, miembros del Ku-Klux-Klan y milicias de extrema derecha-, los cuales marcharon en Charlottesville, Virginia, los días 11 y 12 de agosto de 2017, vociferando consignas extremistas sin el encapuchado de otras épocas, seguros como estaban de que contaban con un gobierno que los apoyaría o que, al menos, sería permisivo. Como dijo en aquella ocasión David Duke, exlíder de los Ku-Klux-Klan: “Trump nos ha empoderado”.
Esta vez, luego de perder el impulso electoral que había obtenido tras el debate con el presidente Joe Biden y el intento de asesinato que sufrió el 13 de julio en Butler, Pensilvania, Trump estaba buscando un tema que le permitiera tomar de nuevo la ofensiva. Los ataques racistas contra Kamala Harris no le habían funcionado, lo que hizo que prominentes miembros de su partido y de su equipo de campaña le pidieran que abandonara esa línea de ataques, lo cual , dicho sea de paso, ni ha hecho ni dejará de hacer.
No obstante, algo le faltaba a su campaña, un grito de guerra que mantuviera a sus devotos seguidores en estado de movilización y alerta. La noche del debate con Harris, de buenas a primeras, Trump amplificó ante sesenta y un millón de televidentes en Estados Unidos una falsa historia que circulaba en internet de que los inmigrantes haitianos se estaban comiendo los gatos de sus vecinos en el pequeño pueblo de Springfied, Ohio. Él habrá pensado que si comían gatos también comían perros, así que, como forma de salirse del atolladero en el que se encontraba en ese debate, elevó su tono de voz y, sin venir al caso, comenzó a decir que los haitianos “are eating their dogs, eating their cats”, sin importarle si la historia era falsa o verdadera. Resultó que, según declararon las autoridades de esa ciudad y del Estado, la historia resultó ser falsa, pero en lugar de pedir excusas, él ha seguido repitiendo la misma historia, cada vez con más histrionismo. Irónicamente, el fiscal a cargo de perseguir al hombre que supuestamente procuraba asesinar a Trump en Mar-a-Lago es de origen haitiano, un inmigrante que llegó a Estados Unidos a la edad de dieciséis años, se educó, se hizo profesional y ahora habla en la televisión nacional con temple, elocuencia y profesionalidad.
Pero no sólo los haitianos han llevado su paliza verbal en tiempos recientes, sino también los inmigrantes venezolanos, a quienes Trump ha llamado criminales, lo que explica, según él, que en Venezuela la criminalidad haya bajado y en Estados Unidos haya subido. Como se ha demostrado, ambas afirmaciones son falsas. De hecho, la tasa de criminalidad y la tasa de encarcelamiento de los migrantes en Estados Unidos es menor que la de los estadounidenses oriundos de ese país. Pero la verdad no cuenta. Lo que importa es tener a alguien, a algún grupo humano, al cual hacer responsable -verdaderos chivos expiatorios- de los problemas que la gente pueda estar enfrentando.
Siempre provocador, Trump logró que la atención en la campaña electoral se desviara hacia el tema de los haitianos comiendo perros y gatos en Ohio, lo que le dio un nuevo aire en medio de la mala racha en la que se encontraba. Pero eso es lo de menos; el problema está en el efecto que esta retórica va a tener más allá de la coyuntura electoral en esa masa mayoritariamente blanca de seguidores trumpistas.
Una de sus líneas de ataque es que los inmigrantes no son personas, sino animales, lo que quiere decir que ya no son sólo los mexicanos, los haitianos y los venezolanos, sino todos los inmigrantes. Ellos dejan de ser personas, dotadas de dignidad y derechos, para convertirse en subhumanos, seres execrables, quienes pueden ser objeto de cualquier desconsideración, maltrato, estigmatización, atropello o despojo. Hay ejemplos suficientes en la historia que muestran las barbaridades y los horrores de que son capaces de cometer los seres humanos contra otros seres humanos que han sido objeto de ese tipo de estigmatización. En efecto, este tipo de discurso, el cual saca los peores instintos y despierta los monstros durmientes que pueden tener los seres humanos dentro de sí, tiene el efecto de radicalizar a las personas, de posicionar a unos frente a otros, a negarles la condición humana a personas que se han desplazados de sus países en busca de una mejor vida a causa de crisis económicas y políticas, guerras, desastres naturales y violencia de todo tipo.
Desde luego, esto no quiere decir que las migraciones no generen tensiones y dislocaciones en las comunidades donde se asientan los migrantes, pero el discurso criminalizador y deshumanizante no es la manera idónea de lidiar con esos problemas. Más aún, en Estados Unidos hay una larga historia de absorción de comunidades migrantes que se han convertido en parte integral de esa sociedad sobre la base de la lealtad a la Constitución y sus libertades, así como al ethos social construido en torno al trabajo, el esfuerzo individual, la creatividad y el espíritu empresarial.
Con su discurso, Trump está haciendo añicos con esa tradición americana al culpar a los migrantes, quienes han sido una fuerza vital en el desarrollo de ese país, de los peores males que pudiesen estar afectando a esa sociedad. Con ese telón de fondo discursivo, Trump ha prometido llevar a cabo la deportación de quince millones de personas, la más grande en la historia de Estados Unidos, además de tener entre sus planes de gobierno la eliminación de la política de “reunificación familiar” que tanto ha beneficiado a los dominicanos y demás migrantes latinoamericanos. Serán estos los que llevarán la peor parte si Trump, de ganar las elecciones, lleva a cabo todo lo que ha dicho que hará contra los inmigrantes.
No obstante, tal vez no lo haga, sino que sea pura retórica, discurso de odio y miedo, para ganar unas elecciones, pues Trump sabe muy bien que múltiples renglones de la economía estadounidense, incluyendo sus propias empresas, dependen, en buena medida, de la vitalidad y el empuje de los trabajadores migrantes. Pero el daño ya está hecho, al sembrar en las mentes de los fanáticos seguidores de su culto político tantas mentiras y distorsiones sobre aquellos “otros” que han llegado a esa tierra en busca de una mejor vida.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email