Casi cinco milenios de historia enorgullecen justificadamente a los damascenos, ciudadanos de la capital de Siria, que antedata por mucho la era dorada de Atenas y al imperio romano. Con tan dilatada existencia, quizás parece un suspiro el medio siglo y pico de la brutal dictadura de los Assad, padre e hijo. En un Levante harto convulso por las consecuencias de la guerra entre Palestina e Israel, el financiamiento iraní de grupos terroristas, y sus respectivas barbaridades, ha sido épica la relampagueante toma del poder por revolucionarios de inspiración religiosa, del extremismo musulmán antiguamente asociado a Al Qaeda. En Damasco están la tumba de Saladín, el héroe árabe que reconquistó Jerusalén cuando las cruzadas cristianas; también las sedes patriarcales de varias iglesias ortodoxas rivales y hubo una valiente comunidad judía desde antes de Mahoma. Quizás las demás dictaduras de esa región -y del resto del mundo— deben poner sus barbas en remojo ante las lecciones de la caída de Assad. Creo que nadie puede predecir con certeza qué pasará ahora, pero el flujo inmediato de cientos de exiliados con décadas sin ir a su país y muchos sirios nacidos en extranjero, me provocó una “evocación futurista” sobre Cuba, Nicaragua y Venezuela. No hay cadenas eternas.
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