La sensación predominante en los altos círculos políticos, mediáticos y empresariales, de un pronto o futuro rompimiento en la cúpula del oficialismo es lo que con toda propiedad podría calificarse de una “masturbazione” colectiva sin llegar al clímax. En otras palabras, sin alcanzar el orgasmo, para hacerme entender por aquellos que prefieren ese estadio de éxtasis improbable, que depara toda espera interminable.
La realidad es que la logia oficialista es una masa compacta, endurecida en el usufructo del poder sobre las cenizas de una oposición en la que ya muy pocos creen o cifran esperanzas.
El cambio del 16 de agosto es una transición producto de un pacto concebido para preservar las riendas de la nación más allá de todo plazo razonable. Su líder ya lo ha dicho, veinte años más a partir del 2016, cuando todo estará arreglado para su regreso.
El tiempo que su pretendida superioridad sobre sus connacionales reclama, para permanecer sentado en la silla ante la cual se postra e inclina la alta sociedad a la que no se le permitía entrar antes de ser ungido.
Plazo que sólo fija por anticipado la ingrata biología, al cabo del cual, a sus 83 años, apenas tendrá fuerzas para moverse o ver lo que ocurra a su alrededor, como el triste desenlace de aquel que al final resultó su inspirador y guía, quien ciego y sin capacidad motora a la edad en que la mayoría muere, seguía tras del poder como el adicto busca en su desesperación una pequeña dosis de cocaína.
Tanto es su poder, que impuso las reglas a su sucesor, negándole el derecho a desplazarse con plena libertad, en un pequeño círculo bajo el control y dominio no de los suyos, los que estuvieron a su lado en los momentos difíciles, sino de los causantes del desastre que ha debido enfrentar sin posibilidad de señalar los responsables, quitarlos de su camino o denunciarlos. El escenario ideal para una anorgasmia colectiva.
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