La columna de Miguel Guerrero
El jurista español, radicado en Argentina, Baltazar Garzón, es uno de los personajes más contradictorios que uno pueda imaginarse. Su ya famosa, inexplicable y no solicitada carta a los medios justificando la decisión de la Fiscalía de archivar para siempre una querella por lavado contra el expresidente Leonel Fernández, a quien se le vincula por estrechos vínculos de simpatía e intereses de otra índole, cuestiona su muy celebrado proceder ante otros casos muy similares en su país natal, por lo que fue suspendido de sus funciones como juez de la Audiencia Nacional por el Consejo General del Poder Judicial, hacen tres años.
Garzón ha sido juzgado en tres oportunidades en el Tribunal Supremo por presunta prevaricación. Dos están todavía en proceso y en uno de ellas se dictó un fallo en su contra en febrero del año pasado.
Se le acusó del cargo de valerse de escuchas ilegales en la investigación del escandaloso caso Gürtel, un expediente de corrupción que mantiene en vilo a la sociedad española y que el periódico El País ha cubierto casi a diario desde entonces.
La sentencia asumida a unanimidad le condenó a once años de (cito) “inhabilitación especial para el cargo de juez o magistrado con pérdida definitiva del cargo que ostenta.”
La contradicción incurrida por el jurista español con su intromisión en el caso dominicano es evidente.
Sus problemas con la justicia de su país derivan de su decisión de llevar a cabo investigaciones que los poderes fácticos y la tradición de impunidad española convierten en un espeso muro imposible de traspasar.
Es precisamente lo que parece haber quedado confirmado en este país, primero con el caso de la Sunland y después con las diferentes tentativas de sancionar en la justicia actos dolosos contra la República, el más sonado de los cuales es el de lavado contra el expresidente Fernández, archivado sin investigación alguna.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email