La columna de Miguel Guerrero
Las figuras públicas, sean hombres o mujeres, no tienen vida privada. Todas sus actuaciones son del mayor interés para la población y eso justifica la atención que los medios suelen dedicarle a los políticos, empresarios o celebridades del mundo del espectáculo, en aquellos países donde existe plena libertad de prensa y el poder no se utiliza para reprimir a los ciudadanos.
Mucha de esa gente exige respeto a su conducta privada, creyéndose en derecho de privar al público del conocimiento de sus ambigüedades y de sus falsas composturas. A lo que sí todo ciudadano tiene derecho es a la intimidad, cosa muy distinta.
Una muestra de la importancia de aceptar como una regla esa diferencia, se dio hace unos años en el estado norteamericano de la Florida donde un influyente congresista del partido republicano, en el gobierno, fue arrestado bajo el cargo de proponer un acto indecoroso a un agente policial encubierto, al ofrecerle veinte dólares para practicarle sexo oral. El hombre, de 48 años, era casado con hijo y el conocimiento de este hecho le costó su carrera política y afectó su vida personal.
El caso es interesante y aleccionador, porque demuestra también que las figuras públicas tienen obligaciones ante la sociedad y que no pueden sostener una carrera ascendente a despecho de sus malos hábitos públicos o su conducta indecorosa. En el país debemos admitir como una obligación de los medios la denuncia de situaciones de esa naturaleza. Si un político golpea a su esposa o maltrata a sus hijos y conduce en estado de embriaguez, el país debe saberlo. Es una forma segura de contribuir al adecentamiento de la vida pública, tanto a nivel político como privado.
Hay gente aquí que niega la manutención de los hijos y va a la televisión a dar cátedra de moralidad. Son verdades que la nación debe conocer a fin de repudiarla con todo el vigor requerido.
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