A veces me pregunto ¿cómo se explica el sorprendente desarrollo industrial, tecnológico y cultural de Israel, Taiwán y Corea del Sur, en circunstancias tan adversas, y el estancamiento de un país como el nuestro, rico en recursos naturales y geográficamente situado en el centro del Caribe, con fácil acceso a los grandes mercados como Estados Unidos y Europa?
Sin hacer comparaciones, la respuesta pudiera estar en nuestra incapacidad como nación para planificar a largo plazo y en la intensa pasión por la retórica estéril, que agota las energías y nos hace mirar siempre por el retrovisor, no por lo que figura delante de nosotros. Nos falta quizá vocación para concertar compromisos, mientras nos sobra entusiasmo para la improductiva tendencia a escuchar el eco de nuestras propias voces, descartando las demás.
Cuando les llegó el momento de asumir grandes decisiones, los israelíes, taiwaneses y surcoreanos no vacilaron. Parecería, en cambio, que a los dominicanos nos faltan voluntades para hacer lo que precisa necesario, cuando la oportunidad se presenta a nuestras puertas. La experiencia de los últimas décadas nos enseña que a despecho de cuán grandes son nuestras diferencias, no alcanzan el nivel de nuestras coincidencias. La dificultad consiste en la imposibilidad de lograr que las utopías inspiradas en largas horas de ensueño trasciendan los límites de la poesía.
El ruido de discusiones vacías han dejados sordos los oídos de la nación para escuchar el llamado de la oportunidad que tantas veces, a lo largo de nuestra historia republicana, ha pasado delante de nuestras puertas sin detenerse. Las aleccionadoras experiencias de Israel y de las dos naciones asiáticas deberían servirnos de inspiración para evitar que el porvenir cifrado en el ideal de independencia termine siendo un débil quejido de esperanza, una vez más.
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