Una de las causas principales, sino la mayor, de nuestros males y del pobre desarrollo democrático nacional la constituye la peculiar concepción de poder que tenemos los dominicanos. Entre nosotros existe la convicción de que el ejercicio del poder político otorga privilegios especiales. Esa errada concepción se ha transferido de gobierno a gobierno al través de nuestra historia republicana. Y nos ha impedido crecer imponiendo viciosas prácticas oficiales semejantes en la práctica cotidiana más a una dictadura que a una democracia real.
En este mundo digital, la práctica democrática es una realidad virtual. El único tiempo real es el que impone el plazo para el cual son electos cada cuatro años los después felices y endiosados inquilinos del Palacio Nacional. La experiencia vivida a lo largo de los últimos cuarenta años es tan frustrante como aleccionadora. El problema consiste en nuestra incapacidad para aprender de nuestros tropiezos.
El culto de la personalidad siempre presente en nuestro ambiente, desgasta rápidamente a los gobiernos. Mucha gente ha comprobado la ventaja de una cercana amistad o asociación con un jefe del Estado en este país sin instituciones. Juan Bosch advertía sobre el daño de utilizar las herramientas o poderes de un gobierno para hacer negocios. Pero pocos han hecho caso a esos sabios consejos de un político severamente cuestionado en vida por el pecado de anteponer algunos principios al interés personal o de grupos. En un ambiente así es poco probable que un presidente resista la tentación del halago personal o no se deje deslumbrar por los oropeles de una corte o las candilejas de la gloria, a la postre tan efímeras como el mandato mismo. Un examen frío de nuestra historia reciente y del presente actual permite ver cuánto ha costado al país ese vicio de nuestro quehacer político.
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