Cuando el Arte nació, no poseía casi ninguno de los atributos con los que hoy identificamos a una obra de Arte. Aquellas estatuillas de barro, las danzas rituales que dicen que ya existían en el paleolítico superior, o las edificaciones o pinturas que aparecieron siglos después, no fueron hechas con una intención artística, ni eran necesariamente expresión de la espiritualidad de artista alguno, como ocurre en nuestros días. Según parece, ellas cumplían otras funciones, pues los primeros hombres creían en fuerzas sobrenaturales a las que apelaban mediante estas actividades pensando garantizar la supervivencia. Posteriormente, cuando la sociedad se hizo más compleja, mediante la adoración de los dioses y de los gobernantes que supuestamente descendieron de ellos, afianzaron las estructuras de poder. Otra función que cumplirían también la poesía y los mitos, sería la de elaborar una manera de explicar los sucesos.
Es muchos siglos después que se va a designar como Arte a la actividad creativa llevada a cabo por un individuo poseedor de talento y maestría, del que brotan obras de arte que tienen como fin el representar bellamente a la realidad. Se constituye el Arte como institución con sus propios agentes y su discurso específico, ya fuera destinado a la historia, la teoría o la crítica. La finalidad de esta nueva esfera sería la producción estética, es decir, proporcionar placer para los ojos o los oídos de los espectadores. Aunque esto es lo que aún hoy se espera encontrar al participar en un evento de arte, lo artístico ha llegado mucho más lejos en nuestros días. .
Desde fines del siglo XX, a partir del desarrollo de la óptica, de la aparición de la fotografía y el cinematógrafo, como otras formas de plasmar la realidad a través de artefactos técnicos, la función representativa del Arte cayó en crisis. Ya en el siglo XX, el arte va a encaminar sus pasos hacia la experimentación, poniendo en tela de juicio hasta su propio lenguaje: el color, la línea, los planos, la forma, van a ser objeto de permanente transformación. La obra de arte sería algo más que un simple objeto bello, proveedor de placer, para convertirse en un espacio de cuestionamiento. La propia naturaleza de lo artístico y su relación con la vida pasan a un primer plano. Cuando Marcel Duchamp, puso un urinario en una galería y lo presentó como obra de arte, hizo estallar todos los atributos anteriores de lo artístico: la belleza como fin de la obra, la maestría del artista, el carácter pasivo del público, que, desde entonces acá va a ser permanentemente convocado.
Ante la profusión de industrias de la subjetividad, como diría el español José Luis Brea, la escena cultural contemporánea se ha estetizado. La diversión, el ocio y el entretenimiento, como negocios harto rentables, monopolizan la producción de belleza, placer, fruición… En su desesperado intento de permanecer, queda al arte su más preciado reducto: su función crítica, esa posibilidad de crear imaginarios alternativos a la trivialidad massmediática que nos idiotiza. Hoy lo artístico se produce desde cualquier espacio social, ya sea en la galería o interviniendo el espacio público; desde el cuerpo o la red; con la cámara o el pincel; causando placer o generando desconcierto, shock… La aguda mirada de los artistas se empeña en despertar infinidad de cuestionamientos en un espectador que ha perdido la inocencia y se deja conducir, con los ojos muy abiertos, hacia el fondo de la caverna. Allí pudiera estar la verdad que tanto necesitamos encontrar. Sabiendo, de antemano, que cualquier interrogante artística al espectador nunca va a tener una única respuesta, el artista de hoy, un productor de sentido, entreteje los caminos del mañana…
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