La realidad económica nos indica un solo camino. Lo que este país necesita y reclama es una mayor dosis de iniciativa individual, tanto en la economía como en las demás facetas del quehacer cotidiano. Los mercados bien abastecidos han sido siempre aquellos dejados en situaciones normales a la libre competencia y a las fuerzas naturales del mercado.
La experiencia, no sólo la nuestra, ha demostrado hasta la saciedad que las economías centralizadas o cualquiera de sus hijastros generan estrechez y pobreza. Constriñen el desarrollo y degeneran en el planeamiento de la vida ciudadana. También es cierto que una economía de mercado sin restricción alguna impide la justicia social. En la práctica ambas se asemejan. De manera que requerimos de un modelo intermedio para garantizar el principio de la distribución del poder y propiciar oportunidades más equitativas dentro de un sistema de libre concurrencia.
La pronunciada y creciente presencia del Gobierno en la actividad económica genera una peligrosa asociación de funcionarios y empresarios corruptos con los resultados que todos aquí conocemos. Y no me refiero a un gobierno en particular, sino a una situación generalizada, nacida en los albores de nuestra existencia republicana, que ha paralizado el verdadero crecimiento material del país y reducido a niveles espantosamente peligrosos los niveles de frustración en que sobrevive una parte importante y cada vez mayor del pueblo dominicano.
Un fenómeno característico de toda Latinoamérica y cuya solución parece más alejada en la medida en que falsos redentores a nombre de una nueva izquierda, proveniente irónicamente de la derecha más extrema, se adueña de la fantasía de nuestros pueblos, hambrientos de esperanzas. Situación esta en ascenso permanente ante el fracaso de nuestros mediatizados ensayos democráticos y el desprestigio de la clase política.
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