En el actual mundo global y no sólo en lo relativo a la información y las comunicaciones, los estados tienen perfecto derecho a intercambiar puntos de vista y posiciones con respecto a temas fundamentales como la defensa de los Derechos Humanos.
Pero las inquietudes tienen que ser expresadas con respeto y equilibrio, tomando en cuenta la dignidad y la independencia que tiene cada nación como atributo irrenunciable.
Por esa razón elemental y a la vez fundamental e independientemente del tema en sí de la pertinencia, justificación o no de la sentencia del Tribunal Constitucional, resultan inadmisibles y objeto de total condena los términos empleados por un grupo de 19 congresistas estadounidenses en una carta enviada al presidente Danilo Medina para conminarlo a que no acate ese controvertido dictamen sobre la nacionalidad dominicana.
En primer lugar, esos legisladores tienen que entender que ya no estamos en la época en que Estados Unidos podía dar órdenes a las que entonces se consideraban subordinadas e indefensas republiquitas bananeras del tercer mundo, sino en un periodo en que la dignidad nacional está por encima de cualquier exigencia foránea, aunque provenga de una superpotencia industrial y política.
Esos congresistas han incurrido en un supremo acto de atrevimiento al amenazar al presidente Medina con el fantasma de una eventual desestabilización regional si ignora la instrucción que están dando en su ofensiva carta para que el gobernante siga al pie de la letra sus instrucciones, como si éste debiera obedecer y estar sujeto a influencias foráneas y no al pueblo y a las instituciones a través de las cuales fue elegido de forma democrática, libre y soberana.
En un gesto pretendidamente magnánimo, una cuasi gracia o concesión a un país en vías de desarrollo, los legisladores de EE.UU. dicen reconocer la capacidad de cualquier gobierno para regular el acceso a la nacionalidad, como si tal facultad tuviera que ser autorizada o endosada por algún régimen extranjero.
¿Quién le ha conferido el poder de actuar como regentes para cuestionar si la República Dominicana y sus gobernantes tienen bien en claro su compromiso de cumplir con las obligaciones de aceptación universal de la no discriminación?
Habría que preguntar a estos prepotentes representantes, ¿cómo verían ellos que una nación amiga hiciera un planteamiento semejante al presidente Barack Obama para que desconociera lo establecido por una sentencia de la Suprema Corte de Estados Unidos?
Aunque en el inicio de su carta se cuidan de ser delicados y sumamente corteses, ya que se dirigen al mandatario como “querido presidente Medina”, el tratamiento a lo largo de la misiva es ofensivo, toda vez que lo invitan a violentar el ordenamiento jurídico y la independencia de los poderes públicos, so pena de que surja una crisis humanitaria y un conflicto a nivel regional que dejaría mal parado a nuestro país.
El presidente Medina, que desde el inicio de su gobierno ha dado cátedras de tolerancia y de respeto a las libertades públicas y el derecho de los diferentes sectores de la sociedad a expresar sus quejas e inquietudes, no merece un trato desconsiderado y mucho menos proveniente de un poder foráneo, que debería ocuparse de contribuir a la solución de los muchos problemas internos que tiene Estados Unidos.
La controversia sobre la sentencia del Tribunal Constitucional debe ser dirimida soberanamente y sin presiones externas por el pueblo, el gobierno y las instituciones dominicanas.
De lo contrario, se pondrá nuevamente en evidencia que las grandes naciones ven sólo como una farsa, de aplicación selectiva, el derecho de las naciones a la libre autodeterminación y a rechazar cualquier injerencia o intromisión indebida en sus asuntos domésticos.
Recibe las últimas noticias en tu casilla de email