Si la memoria no me falla, los funcionarios de nivel deberían montar en vehículos utilitarios y apearse de los de muy alto consumo que debieron subastarse como parte del régimen de austeridad prometido por el gobierno a comienzos de la administración. Los tiempos difíciles reclaman decisiones heroicas. La austeridad que proclama el gobierno, y establecida por una ley que no se cumple, debería acompañarse de medidas a tono con la situación. Mientras se exigen sacrificios y se cobran desde enero nuevos impuestos, los funcionarios se dan lujos de jeques y sultanes.
Conforme a la disposición que así lo estableció, debió seguir un inventario de vehículos de lujo en uso de sus funcionarios y venderlos al sector privado. Con el dinero producto de las ventas se creía adquirirían vehículos modestos, más baratos y de bajo consumo. Con el barril del petróleo al precio a que estamos obligados a pagar es un contrasentido ver a estos secretarios y directores generales del gobierno montados en yipetas de ocho cilindros valoradas en cuatro y cinco millones de pesos, que consumen enormes cantidades de combustible y que se han seguido adquiriendo a despecho de la prohibición.
Esa práctica cuestiona seriamente las protestas de austeridad y le restan credibilidad al gobierno. Un país pobre y en crisis como el nuestro no puede darse esa clase de lujo. El poder no puede ser un cheque en blanco para aquellos que sean premiados con un nombramiento oficial. Durante la administración anterior, al tratar este mismo tema, escribí que el entorno presidencial no debe parecerse a una corte. Nuestro problema es que los líderes aprecian más las encuestas de popularidad que el respeto público. Por eso no trascienden más allá de los breves períodos en que se adueñan de la esfera pública como si una elección les otorgara el derecho a disponer del patrimonio nacional como si fuera propio.
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