Hace varios años, miles de personas marcharon pacíficamente en Bonao y Santiago para protestar contra la ola de asesinatos y asaltos que habían conmovido a esas laboriosas comunidades. En ambas manifestaciones participaron funcionarios y dirigentes del PLD, el partido en el poder. La razón es que no se trató de una demostración contra el Gobierno, sino contra la ola de delincuencia.
Estas manifestaciones ciudadanas son una clara indicación del repudio nacional al incremento de la criminalidad que hemos venido sufriendo en los últimos años con una tendencia a seguir creciendo como hemos observado muy recientemente, con un saldo de muertes, heridos y pérdidas materiales. Y evidencia de que el país tiene conciencia plena de los efectos perniciosos que tendría para toda la sociedad que el fenómeno paute la vida nacional, como ya parece estar en camino de hacerlo, obligando a la gente a cambiar sus hábitos y a desistir de algunas de sus actividades normales por miedo a ser víctima de un atraco o un secuestro.
Por esos días, escribí en esta columna que el Gobierno es otra víctima del fenómeno. Culpar al actual por la situación no me parece justo, ni realista. Podría criticársele la inutilidad de algunas de sus acciones en ese campo. Y llegar incluso a reclamársele el carácter propagandístico que rodean muchos de sus programas dirigidos a combatir el crimen, especialmente aquellos relacionados con los barrios de clase media baja y sectores marginados de los suburbios de las ciudades principales. Pero no creo justo acusarle de permanecer indiferente ante el fenómeno, por cuanto pocas administraciones como la actual han mostrado tanto interés en mejorar las condiciones de la policía y reforzar los mecanismos de lucha contra la delincuencia. Si esos esfuerzos por alguna razón no dan resultados, busquemos fórmulas colectivas para lograrlo.
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