Es muy triste que alguien que haya dedicado su vida a la niñez desprotegida, ya en la vejez y enferma no tenga quien se acuerde de ella; y que hoy apenas tenga una pensión de hambre como maestra de escuela; y que la institución en la que cumplió su hermosa misión no le tienda la mano en el drama que viven ella y una hermana, ambas en extremo enfermas. Ojalá que algún obispo o arzobispo, y hasta el mismísimo Francisco, asuma mi tristeza y ayude a Sor Ada María Gómez, misionera salesiana, desesperada en un campo de La Vega. Les sobra con qué ayudarla.
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