Vean ustedes cómo funcionan las cosas. Hace un buen tiempo recibí la llamada de un influyente empresario solicitando un consejo sobre un problema que no lo dejaba dormir. La causa de su inquietud eran los ataques personales y a sus empresas, cada vez más frecuentes, al través de un medio electrónico. Tres días antes de su llamada, le había constatado un mensajero con una oferta de paz. Las referencias a su persona y empresas terminarían y no se haría caso alguno a “insistentes rumores” que le pondrían en apuros con su familia, a cambio de una suma generosa.
El buen señor prometió pensarlo. Las referencias pararon y el hombre no se preocupó más por el asunto. Un día le llamó uno de sus socios para preguntarle: “¿Oíste lo que de ti dijeron?” y él saltó vuelto un etcétera de su asiento en la oficina. Llamó a la publicitaria a cargo del manejo de sus productos y consiguió una grabación. Lo que escuchó, sin embargo, no era comparable con la que se le había dicho antes. Los amigos le aconsejaron que no le hiciera caso a esas cosas pero no pudo dormir tranquilo. Los días transcurrían y nada nuevo pasaba. Estaba a punto de enterrar sus preocupaciones cuando se enteró de otra mención capaz de alterarle la jornada. Al siguiente, un comunicador de otro medio se hizo eco de aquella “interesante información” que unos colegas suyos habían planteado. “Esto merece una investigación”, dijo uno.
Más adelante esa misma semana, eran ya él y sus empresas la comidilla de aquéllos dos y un tercer programa, de esos que no se ven o escuchan mucho pero con fuerza para agriarle el día a la mente más tranquila. Fue entonces cuando me llamó. Con perceptible tono de angustia me preguntó qué debía hacer. Le sugerí que sólo tenía dos opciones: denunciarlos o pagarles. “No puedo hacer ninguna”, me dijo casi al borde de la desesperación. Yo le respondí: “¡Pues fúñete!”, y le cerré de golpe el teléfono.
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