No me canso de decir que la estructura de precios de nuestra economía es sumamente alta y especulativa en casi todas las áreas. Es cara hasta para quienes pagan en dólares y euros. Un amigo español, de visita con otros académicos de la Universidad de Valencia, me dijo hace ya algún tiempo que sus compañeros quedaron sorprendidos por lo costoso que resulta ir a los restaurantes en Santo Domingo. Y tiene razón. Cualquier restaurante mediocre supera aquí en precios a lujosos y sofisticados establecimientos de ese género de Europa y Estados Unidos y qué no decir de la calidad de la comida entre uno y otros.
De manera que si de pronto continúan cerrándose negocios de ese tipo no será sólo por la inflación, con mérito suficiente para matar del corazón a cualquiera. Esta ciudad no ofrece los atractivos ni la variedad y calidad de ciudades como Madrid, Barcelona, Miami y Nueva York, para pretender sostenerse en base a precios inalcanzables incluso para los clientes más asiduos. Ya vimos cómo la inestabilidad alcista de las tasas del dólar y del euro hicieron zozobrar negocios dedicados a la venta de exquisiteces, de por sí exclusivistas debido a los precios de sus artículos.
Esta situación afecta el crecimiento del turismo, en especial el interno, a causa de la incapacidad de los dominicanos de costear los precios de esos servicios. Y también el externo, por una razón bien sencilla y es que los turistas que visitan esta parte del mundo, lo hacen buscando playa y sol, y muy pocos de ellos se entusiasman por conocer nuestras costumbres y ciudades, prefiriendo quedarse encerrados en hoteles donde por muy poco dinero se les da de todo lo que necesitan. Venir a la ciudad para comer en un buen restaurante puede resultarles, como a muchos oriundos de esta tierra, una ingrata experiencia, sino gastronómica, de seguro sí económica. No hay bolsillo que resista. Negar esta realidad en nada ayuda a la supervivencia de esos negocios.
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