¿Qué espacio puede reservarse a un sujeto que a sangre fría le quita la vida a un ciudadano para despojarle de un celular? ¿Cuánto más allá de su precio en el mercado puede tener de valor ese pequeño aparato telefónico? ¿Qué utilidad para un país puede representar quien procede con tanta violencia, llenando de zozobra a la comunidad con sus actos vandálicos? ¿Es justo que a esos antisociales se les reconozcan derechos que ellos les niegan a sus víctimas? ¿Por qué les resulta tan fácil a esos criminales evadir la persecución policial y el puño de la justicia?
Con frecuencia el temor que invade a la sociedad por la repetición de hechos de esa naturaleza, cambia los hábitos de vida de sus miembros, debido a la inquietud que les produce la posibilidad de ser los próximos. El daño social de estas acciones criminales termina siendo muy superior a los efectos físicos que les causan a las víctimas.
No hay antídoto infalible contra este terrible mal social que crece en todo el mundo. En el ámbito nuestro con agresiones a ciudadanos y asesinatos de mujeres por maridos que se sienten engañados y en otros lares con fanáticos que disparan a mansalva contra turistas inocentes y autobuses llenos de escolares, casi siempre guiados por el odio racial o ideológico o simplemente para ser recordados, como el insólito caso del copiloto alemán que estrelló su avión lleno de pasajeros contra una montaña en Francia. La prensa nacional trae a ratos reportes de asaltos a mano armada, contra embarazadas y estudiantes, para sustraerles sus posesiones y apoderarse de un vehículo, que luego desnudan pieza por pieza para venderlas en establecimientos que no pueden ignorar su procedencia.
Y mientras estas cosas ocurren a diario, los ciudadanos se preguntan cada vez más angustiados qué puede hacerse contra aquellos que actúan con tanto salvajismo para restablecerle el sosiego a una sociedad indefensa ante sus bárbaras acciones.
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