En los duros años de escasez familiar durante mi
adolescencia, de los que a pesar de todo perduran en mí gratos
recuerdos de escenas filiales desordenadamente incrustadas
en un apartado escondrijo de la memoria, surgió en aquella
pequeña casa de la Fabio Fiallo la necesidad de racionarlo
todo. Eran tiempos, sin embargo, en que las cosas parecían
más fáciles.
Las complejidades del progreso y los avances de la ciencia, no
ofrecían las comodidades de la televisión por cable ni las
facilidades de las llamadas internacionales por discado
directo.
A pesar de ello, la vida poseía sus encantos.
El racionamiento comenzaba en casa con el atuendo para la
escuela y terminaba en la noche con la magra ración para la
cena, en la que cinco centavos de salchichón, comprado en el
colmado de Nando, en la esquina, daba para papá, mamá, mis
cinco hermanos y yo.
Tilo, apodo del que ahora es médico y ejerce en Estados
Unidos, y segundo en edad, sentía ya para esa época la
necesidad de hacerse sentir entre sus compañeros. Era la
vanidad propia del muchacho de una familia de clase media
que de una relativa y cómoda prosperidad, por un golpe
adverso del destino, con la fuerza de un disparo, había sido
sumida en la precariedad, rodeada de escasez y dignidad.
La mayor parte de las pequeñas riñas familiares sobrevenían
cuando ese hermano, que solía ponerse las camisas de mi
padre, negaba a Luis, el mayor, el derecho a usar las suyas. De
esa época difícil me quedó la inclinación de reparar los trajes,
cuando unas cuantas libras de menos o más llegan a hacerlos
inútiles en el guardarropas. La peculiar costumbre pareció
transmitirse a otra generación familiar.
Tan pronto como el convencimiento de la pubertad hizo a mi
hija Lara ruborizarse de sus propias dotes, le nació la
fascinación por parecerse a su madre. Fue el período en que
adquirió la inclinación a ponerse los vestidos de ésta, sólo por
la mera satisfacción de hacerlo.
Yo podía ver, en medio del pequeño gesto de protesta e
indignación de la madre un profundo brillo de alegría en su
expresión, como si nada le enorgulleciera tanto como el que
su hija le despojara temporalmente de una prenda. Expresión
que pude ver en los ojos de mi hijo, días después cuando al
prepararse para el colegio, Miguel que entonces cumplía ya 15
años, decidió ponerse un polo-shirt mío sin ningún rasgo de
rubor.
Nunca me pareció tan cerca y al estrechar su mano grande y
fuerte de adolescente sentí como si el correr de su sangre
fluyera realmente por mis venas.
Y como el día en que su madre descubrió con un grito, mezcla
de asombro y alegría, su primer pelo de barba sobre el
mentón, encontré de nuevo tema ese día para un artículo.
* * *
Después de dedicarme a escribir una columna diaria durante
más de diez años, de pronto me llegó en 1987, el momento de
un receso. Al pasar a ocupar la Dirección General de la
Corporación Dominicana de Empresa Estatales (CORDE)
decidí que en un momento dado mis opiniones podrían carecer
de la ecuanimidad y total independencia de criterio con que
las había mantenido, con mucho esfuerzo, resistiendo a las
presiones más diversas.
De todos los artículos que había escrito en mi vida, ese día me
encontré ante el más difícil. Temía que algunos de mis lectores
.a fuerza de escribir a diario uno llega a gozar del privilegio de
tenerlos. creyeran que intentaba una despedida.
Lo condenadamente difícil de esa última columna, en esa fase
temporal de mi vida profesional de periodista, era lo malo que
siempre he sido para decir hasta luego. Lo que trataba de
explicar, por obligación elemental ante quienes se concedían
la molestia de detenerse periódicamente ante ese espacio, era
que de todos modos un día estaría de nuevo de vuelta.
¿Qué se siente al tomar una decisión de esta naturaleza?
Entre muchas otras sensaciones, un profundo vacío
intelectual, que en el fondo sólo muestra la vanidad oculta en
cada gesto o acción humana. Ese tremendo defecto personal,
común a todos los hombres y penosamente pronunciado en
nuestro medio periodístico, lo he combatido internamente
pidiendo siempre a Dios fuerzas para resistir la lisonja y
vencer la soberbia o cualquier asomo de prepotencia.
Cuando salí del despacho presidencial luego de juramentarme
como director general de la Corporación Dominicana de
Empresas Estatales (CORDE), en un gesto mecánico introduje
mi mano derecha en un bolsillo de la chaqueta y saqué un
grueso fajo de tarjetas y papelitos, de peticiones que me
habían hecho en el corto tramo comprendido entre la entrada
de Palacio y el antedespacho del mandatario. El consorcio
poseía 24 empresas. Yo necesitaba de por lo menos otras 75
para complacer las solicitudes para puestos de administradores
que me habían hecho en ese trayecto.
En INAZUCAR no me visitaba tanta gente. La causa era,
naturalmente, que allí no podía nombrar a casi nadie ni
otorgar contratos.
En dos meses que ocupé la dirección de CORDE me enteré de
que tenía por lo menos ciento cuatro primos y tíos de los que
nunca había oído hablar. Una tarde fue a verme, aduciendo
una emergencia personal muy grande, un “amigo de infancia”.
Le dijo a mi secretaria que habíamos sido los mejores
camaradas en una época y estudiado juntos en la misma
escuela. Yo salía en esos momentos de mi despacho y escuché
esa parte de la conversación. El hombre tenía no menos de
sesenta años y a mis cuarenta era difícil que hubiéramos
estudiado juntos.
La historia del tío que me quería .inmensamente. fue todavía
más aleccionadora, cuando le saludé como a cualquier
visitante y preguntó a mi secretaria quién yo era. Hubo otra
que tuvo la cachaza de “recordarme” una experiencia común
vivida en Montecristi en la campaña de 1978, lugar donde
nunca había estado y menos en labores proselitistas.
Un secretario muy influyente de Palacio me enviaba siempre
papelitos con recomendaciones de empleo. Los primeros días
tendía a prestar atención pero cuando vi que excedían mi
capacidad para situarlos, le llamé para preguntarle cuáles de
ellos tenían prioridad, dadas las presiones de empleo que
entonces se ejercían sobre el gobierno, para tratar de encontrar
alguna solución. Me respondió que ninguno, que no les hiciera
caso.
Pero a muchos de esos papelitos sí había que hacerles caso.
Cuando los identifiqué cambié de táctica y los echaba todos al
cesto. A partir de ahí comencé a tener problemas.
A un administrador “figura política de cierto prestigio que
había sido congresista” le cambié de posición poniéndole en
una empresa más importante en atención entre otras cosas a
sus méritos partidarios. Me convertí en una especie de
benefactor para él. Daba gusto verle en mi despacho, a donde
iba regularmente con lisonjas de todo tipo. En una ocasión no
pudo contenerse y me abrazó con tanta fuerza que la emoción
apenas alcanzó a dejar oír su voz, trémula como próxima al
llanto: “Nunca olvidaré lo que has hecho por mí”.
Yo pensaba que su nueva posición no merecía tanto y llegué a
implorar a Dios por la oportunidad de poder dar a ese hombre
el premio que merecía.
La noche que se publicó, pocos días después, mi renuncia
irrevocable al cargo, mis compañeros le vieron borracho como
una uva, celebrando la noticia en un club de ejecutivos, en
compañía de otros. “Brindo para que no se arrepienta”, dijo
alzando la copa.
Un señor en Palacio, que parecía muy amigo de un influyente
funcionario, me llamó a un rincón y me entregó un papelito
recomendándose él mismo para un puesto. Había escrito su
dirección y teléfono en el reverso de una carta obscena que
pensaba dirigir a una mujer que parecía, por el texto, la
secretaria de un amigo. Casi en su presencia, lleno de
vergüenza cuando leí el texto, rompí el papel y tuve que
aceptar estoicamente una andanada de insultos en los que me
recordaba que no era más que un desconsiderado que me
había envanecido con la posición, y a quien el Presidente
bajaría pronto los humos.
Si había aprendido algo a lo largo de mi carrera profesional, la
que me sirvió en mi breve experiencia como servidor público,
era aquilatar en toda su dimensión, la importancia de la
humildad. Nunca me he sentido más fuerte y preparado para la
lucha, cualquiera que ésta sea, como cuando siento la
certidumbre, todavía años después, de que la humildad
domina en mí, sobre todo otro sentimiento o flaqueza humana.
Cuando mi padre murió, aquella triste y plomiza tarde de
mayo, lo que proporcionó el valor necesario para soportar la
tragedia enorme que se abatía sobre nosotros, no fue más que
la inmensa sensación de pequeñez que de mí mismo y de mis
hermanos, reflejó su muerte. La verdadera grandeza de su
existencia estaba no en sus muchos logros personales,
mezclados con similares tropiezos y desencantos que hicieron
de su vida una extraña conjugación de éxitos y fracasos que
terminaron por abatirle cuando ya le faltaban fuerzas físicas
para enfrentar las tempestades, sino en la sencillez de su
corazón y en su increíble percepción para captar la esencia
pura de la existencia humana en la más intrascendente de las
escenas cotidianas.
Tras su expresión adusta y severa flotaba un corazón tan dulce
y transparente como la miel. Había luchado contra viento y
marea y confrontado las peores vicisitudes en la formación de
la más grande y exitosa de sus empresas personales, que era su
familia, y sin embargo había logrado proteger las fibras
esenciales de su corazón, al punto de poder encenderse
interiormente ante el esplendor de una naciente flor o las
lágrimas de un niño hambriento. Era allí donde residía su
verdadera naturaleza y de donde yo extraje, desgraciadamente
en la etapa final de su vida, los elementos fundamentales del
amor y la admiración que la muerte y el tiempo no han
logrado disminuir.
De todas sus virtudes, la que más apreciaba en cualquiera de
nosotros, sus hijos, era la de la sencillez y la humildad. Las
demás carecían del valor esencial de éstas, porque sabía que el
talento, la riqueza y la belleza física, eran después de todo
temporales como la vida misma y enanas ante la grandeza de
Dios. Como en el caso de los hombres, creía que las grandes
naciones, habían llegado a serlo sólo por la comprensión
absoluta de sus limitaciones y posibilidades.
El punto decisivo de mi carrera profesional se remonta al
momento en que comprendí, en toda su intensidad, el poder
real de la palabra escrita. El conocimiento de cuán destructivo
o constructivo pudiera ser finalmente un artículo periodístico,
me hizo ser prudente; desarrollar un instinto natural de
protección no contra mí, sino contra la honra y la seguridad
ajenas.
Había ejercido el periodismo desde un prisma completamente
crítico. Pero lo había hecho a sabiendas de mis
responsabilidades y limitaciones y con absoluta y plena
libertad de conciencia. Sólo cuando estuviera profunda y
cabalmente convencido de que podría actuar de nuevo en esas
condiciones estaría de vuelta.
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