Los años electores han sido a lo largo de nuestra vida democrática periodos de incertidumbre. Las perspectivas palidecen y la gente se deja atrapar por las sombras de sus propios temores. La razón radica en las ilusiones que los dominicanos se forjan en cada proceso, por la enorme influencia estatal en la vida ciudadana.
La visión miope del equipaje que trae consigo el año electoral no deja ver con claridad, sin embargo, su verdadero valor. El hecho de que los dominicanos podamos ejercer el voto cada cierto tiempo para decidir quién gobernará a la nación y quienes irán al Congreso y a los gobiernos municipales no tiene precio. Independientemente de los resultados y de los vicios propios de nuestras deficiencias democráticas los años electorales constituyen un importante paso adelante, a despecho de las prácticas viciosas y clientelares características del quehacer político nacional.
Con todo lo mal que pueda parecernos el sistema bajo el cual vivimos, la posibilidad de cambiar o preservar un gobierno es un derecho que los ciudadanos debemos esforzarnos en mantener y consolidar, pues es la única y menos costosa de las fórmulas para engrandecer la República y mejorar el funcionamiento de sus instituciones. Mientras podamos decidir el camino a seguir, no importa cuántas veces tropecemos si nos queda la posibilidad de levantarnos. La frustración acumulada a lo largo de nuestra experiencia electoral, que ha sido mucha, ha ayudado a trazar la vía para mejorarla. Y aunque continuemos insatisfechos todavía de los resultados del empeño para perfeccionar los mecanismos electorales, cada decepción nos acerca al día en que la incertidumbre de la proximidad de una elección no sea traumática y aleje de nosotros los oscuros nubarrones que tantas veces han ensombrecido el panorama nacional.
No existe mayor virtud que el derecho ciudadano al sufragio. Es el legado real de la democracia.
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