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Romper con la herencia hatera

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República Dominicana nació de un pacto apócrifo con un sector político-económico dominante en 1844: los hateros. El campo de los hatos ganaderos, que proporcionó armas, recursos y tropas a la causa independentista, también determinó en gran medida la hegemonía de la primera Junta Central Gubernativa y, con ello, el poder autoritario que en ese entonces detentó Pedro Santana, enemigo y persecutor de los trinitarios.

Esa alianza terminó desnaturalizando y neutralizando los rasgos liberales de la primera Constitución. Al mismo tiempo perfiló la cultura autoritaria y rentista de nuestro entramado social, condenándonos a la pobreza material e institucional. Es decir, se preservó el sistema instaurado por la Colonia, en la que el patrimonio estatal era la razón de ser de las relaciones sociales, económicas y políticas.

La herencia hatera ha mantenido al Estado atrapado desde hace siglos en una lógica, alimentada por la falta de disposición para asumir roles en el juego democrático o incluso para la saludable competencia económica. A esa lógica responde la mayoría de los estímulos sociales. Ejemplos hay de sobra a lo largo de nuestra historia y en el presente, pero también en nuestra vida cotidiana.

Así, lo que en el pasado fueron presiones a través de las revueltas armadas para obtener tajadas del pastel, ventajas del patrimonio que es fruto del trabajo de todos, hoy es una búsqueda de rentas a través de otras vías de hecho menos arcaicas, pero igualmente ilegítimas y negativas para la productividad y distribución del ingreso.

Salir de esta herencia que mantiene al Estado, a la política y al sector privado en un círculo vicioso, requiere de algo más que la indignación y la declaración de intenciones. No bastan gobernantes serios y políticas positivas. Requiere, sobre todo, salir del ruido y sentarse a la mesa para construir consensos sobre una nueva manera de encarar los retos.

Y es que desmontar un modelo centenario requiere, además de voluntad política, de la sinceridad y disposición al sacrificio de los distintos sectores que operan en la toma de decisiones (y de la sociedad en general). Una sinceridad que pasa por asumir responsabilidades y retos compartidos antes que ladrarnos unos a otros.

Por eso, la dinámica de las relaciones con el sector privado y con los ciudadanos debe partir de otros patrones (pero también al revés). No es posible seguir generando incentivos que disminuyen las capacidades, crean mal empleo y terminan haciendo de retrancas para el desarrollo de los sectores productivos. Esa cultura de ventajas heredada de los hateros, institucionalizada por el trujillato y consolidada con el balaguerato no es exclusiva de políticos y empresarios. Es el fruto de una cultura tan nuestra como el mangú. El compromiso necesario para romper con esto debe ir de la mano de nuevas formas de entender nuestro sentido social, nuevas maneras de interpretar el pacto que nos une.

Hay que repensar el modo en que nos relacionamos con el Estado y entre nosotros mismos. Lejos de la demagogia “indignada”, hay que comprender que nuestra cultura del lujo y la ostentación es insostenible e incompatible con el desarrollo. Saber que en política se opera desde los consensos. Entender, que un Estado no puede generar valor para los ciudadanos y ciudadanas si las prioridades de estos y estas (y de sus élites) no se corresponden con las necesidades del colectivo.

La política es el espacio donde se dan las relaciones sociales de manera formal, pero en ella hay todo un cóctel de intereses, dinámicas, cosmovisiones y objetivos. Si como ciudadanos no lo vemos así y hacemos nuestra parte, el Estado seguirá respondiendo a sus clientes de siempre, los hateros. Y es que elegir a quien decide no determina el modo en que se decide. Si la sociedad quiere mostrar su bonanza y su poder desde la cultura hatera, difícilmente el Estado responda priorizando lo que la sociedad a todas luces no quiere.

Hay que focalizar los incentivos desde lógicas distintas, rentables, medibles y productivas para generar y distribuir el ingreso. Pero el modo en que eso se realiza se parecerá a nosotros los ciudadanos. Si  nuestra prioridad es tener jeepetas, villas, yates y demás rasgos de la cultura hegemónica antes que lograr un Estado de bienestar eficiente, eso tendremos gobierne quien gobierne.

El modelo norteamericano (dos períodos y nunca más), que pone fecha de vencimiento a los liderazgos, ofrece mayor libertad a los gobiernos para romper con esa vieja herencia hatera. La necesidad de un nuevo gobierno de Danilo Medina de dejar un legado ofrece una gran oportunidad. Dar continuidad al modelo patrimonial, renunciando a las posibilidades que representa la ruptura y el cambio de ciclo político que vivimos sería triste. Cambiar el modelo desde el diálogo no es solo posible y necesario, es el camino para que haya una verdadera democracia en nuestro país.

 

 

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