Nunca ceso de preguntarme, ¿qué le hace presumir a la Iglesia Católica de la autoridad moral para juzgar gobiernos y sociedades de los pecados y vicios que llenan las páginas de su propia historia? ¿Cómo puede sentirse en capacidad de enjuiciar el lucro, legado legítimo del trabajo, si la riqueza que posee es el fruto de concesiones aberrantes, privilegios y añejos títulos nobiliarios, guerras de conquistas, contubernios y alianzas que datan de algunos de los periodos más oscuros de la historia humana?
¿Con qué estatura moral hablan de corrupción si el lazo que consagró su ventajosa posición frente a las demás confesiones religiosas es el fruto de un Concordato, una alianza pecaminosa con el más sanguinario y corrupto de los regímenes que jamás hayamos padecido? ¿Qué valor puede tener su protesta contra la violencia intrafamiliar, el aborto y el abandono de la niñez, si los expedientes de pedofilia y protección de curas violadores de menores figuran en los archivos judiciales de cientos de ciudades y países en todo el planeta?
¿De dónde extrae la autoridad para juzgar las actividades económicas y a los organismos financieros de la comunidad internacional, si su propio banco, el Instituto de Obras Religiosas o Banco Ambrosiano, llegó a ser señalado por las autoridades europeas como la mayor fuente de lavado de dinero en toda Europa?
¿Por qué condena el celibato entre su gente, si una elevada proporción de sus miembros viven en concubinato? ¿Qué fuerza moral le otorga autoridad para clamar por igualdad de género si las mujeres de su iglesia no pueden ser ordenadas y se les obliga a parir hijos indeseados frutos de relaciones incestuosas y brutales violaciones? ¿No es acaso una muestra de cinismo censurar el uso de preservativos mientras adquiría en bolsas acciones de una fábrica de condones de Alemania?
Lo demás se está encargando de recordarlo el papa Francisco.
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