Vergonzosa y criminal, la deuda social acumulada en comida, salud y educación.
Pensaba yo que a estas alturas del siglo todo sería diferente a la era fatal del Trujillo que muchos redimen. Pero, ¡qué va! En términos relativos, con los 10 millones de habitantes que –se cree– habitan hoy este territorio insular, el mismo amargo brota en el paladar.
Y si de repartir las culpas de la desgracia se tratara, amén de la gran porción que tocaría al Estado irresponsable, habría que pensar en trozos más o menos iguales para partidos, políticos, empresarios, sociedad civil, opinantes públicos…
No le demos más vueltas al rollo y veamos el por qué:
Era maestro de maestros, Bosch, fundador de los partidos Revolucionario Dominicano (PRD) y de la Liberación Dominicana (PLD). Eran maestros Peña Gómez, líder histórico y orador ardiente del PRD, y su eterno secretario general, Hatuey De Camps. Era maestro universitario el Presidente Leonel Fernández. Son profesores universitarios algunos de los más enconados dirigentes de la izquierda…
Es maestro el ministro de Educación Melanio Paredes; igual que las ex titulares del Ministerio: Ivelisse Prats, Milagros Ortiz Bosch, Ligia Amada Melo, Alejandrina Germán; igual el mandamás de la Asociación Dominicana de Profesores, Radhamés Camacho y la ex del gremio María Teresa Cabrera…
Un reguero de educadores venidos de la pobreza ha pasado por instancias de poder con fuerza para decidir. Pero la timidez de sus acciones le ha quedado chica a la pobreza y al analfabetismo, las cuales han crecido como yerba mala.
No habrá bochorno más grande que ese, aunque cada uno nos quiera ensimismar ahora contándonos historias infantiles de avances en sus respectivas gestiones a partir de mentiras estadísticas.
El Censo de 2002, defectuoso como los anteriores y como el que está en curso, reveló que en el territorio nacional 11 de cada cien personas mayores de 15 años eran analfabetas, cifra que aumenta a 30 en algunas provincias. En aquel momento, hace ocho años, la población era similar a la actual.
Ni hablar de la comprensión lectora (capacidad de entender los textos): nos acercamos a cero a velocidad de crucero mientras la caribeña Cuba se va al extremo opuesto.
El oficialismo admite una tasa de desempleo de 13 ó 14 por ciento, una mortalidad infantil de 35 por cada mil nacidos vivos y un riesgo de morir antes de los cinco años de 47 por cada mil.
Se sabe que el 50 por ciento de la población solo recibe el 10 por ciento de los ingresos, mientras el 10 por ciento concentra el 56 por ciento de las riquezas del país. El Centro Económico para América Latina aceptó hace un año que poco más de 41 dominicanos de cada cien son pobres; es decir, que tienen dificultades para satisfacer sus necesidades básicas. Del crecimiento de los indigentes, ni se hable.
Vivimos en un país hambriento, enfermo y sin buena educación. Con hambre, se desnutren y enferman las familias; si eso pasa, adiós educación. Sin educación, sin pensantes, no hay desarrollo. Ya lo dice el pueblo: “Mal comío no piensa”.
¿Cómo justificar ese drama en una nación rica, sin selvas inextricables que la limiten, con 10 millones de seres humanos distribuidos en una extensión manejable de 48,670 kilómetros cuadrados, 315 de frontera con Haití y 12,288 de línea costera?
No quisiera ni pensar que gente valiosa como la mencionada haya cultivado la ignorancia como instrumento de dominio; aunque la realidad… la realidad…
Displicencia sí se nota que ha habido al por mayor y detalle, al margen de los graves daños provocados por los gobiernos de un Balaguer sembrador de ignorancia y mendicidad. Y esa indiferencia no solo ha estado encuadrada en la gozadera del poder. Porque muchos del paquete que gritan desde las tribunas públicas que provee el mundo moderno, con su desidia también han sido maestros constructores del sistema caótico que ahora critican con desparpajo olímpico, sin una gota de arrepentimiento.
Siempre me pregunto: ¿Dónde estaríamos si cada uno de los privilegiados con la educación formal, pública o privada, alfabetizara a un dominicano que lo necesite? ¿Y cuál habría sido el estatus de la izquierda dominicana si, en vez de ver la revolución al doblar la esquina, hubiese tomado valles y montañas para enseñar a leer y escribir a cuanto dominicano hallare a su paso y lo necesitare? Válidas las preguntas, además, para la oposición de derecha, la autollamada sociedad civil, aspirantes a cargos electivos, empresas privadas…
La verdad que buena parte de los actores de primer orden de la sociedad deberían meter las cabezas en sacos de “chanchán” y dejarse asfixiar por la desvergüenza parida por tantos años de inacción.
Por eso expreso mi desacuerdo con la protesta de las sombrillas amarillas.
He preferido una negra o, en su defecto, una multicolor, simbólicamente incluyente, igual que el atuendo. Porque la educación no requiere el 4% que establece la ley, que es el quid de la demanda. Exige mucho más: todo el dinero que sea necesario para saltar a un lugar digno en el mundo, tan señero como el ocupan Cuba y Costa Rica, en el Caribe y en Centroamérica.
Solo que no bastan muchos cuartos para lograrlo. Hay que revolucionar cuanto antes el sistema educativo (público y privado). Con textos integrados –o desintegrados. Repensarlo, como se dice ahora, para comenzar a amortizar la deuda social acumulada. Porque el vigente es entrópico, impertinente a la coyuntura, como el de salud (público y privado).
No solo somos víctimas de una plaga de iletrados. Durante décadas –ahora más–, a las universidades han llegado de liceos públicos y colegios privados millares de bachilleres cuasi analfabetos o incapacitados para entender el mínimo texto. Sería un buen ejercicio identificar y examinar causas, y ubicar a los verdaderos artífices de ese crimen, asumiendo que los profesores son más víctimas que responsables.
Alfabetizar y ayudar a que la gente aprenda a pensar son dos tareas pendientes que no pueden esperar a mañana. De vida o muerte para el desarrollo integral. Si aceptamos que es así, ¿por qué no las emprendemos todos (Estado y privilegiados con el conocimiento)?
Esa es una buena forma de amarrar las palabras a los hechos.
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