He escrito tantas notas sobre Juan Sánchez Lamouth que a mí mismo se me ha convertido en un personaje de ficción. Hablo de él y es como salvar un recuerdo brumoso que se paraliza entre la realidad y el sueño. Pero siempre que llegan noviembre y diciembre lo veo regresar, afanoso, de prisa, moviendo los ojos como quien temiera un atentado, huidizo y rencoroso; con el puñal del resentido bajo el saco curtido. Una verdadera provocación de la que muchos rehuían. Yo lo esperaba todas las tardes en la Biblioteca Froilán Tavares y hablábamos atropelladamente de lo que siempre era su obsesión: La literatura. Ya soy más viejo que él, y ni siquiera sé si existió verdaderamente o me lo inventé.
Los domingos se aparecía temprano con una funda en la que llevaba dos “Malta morena” y una leche condensada, y tenía el rostro tomado por el orgulloso dolor que no se declara. El desamparo era en ese momento la trama de su vida, pero como Petrarca o Virgilio, tenía su musa inspiradora que era la carne de su pensamiento. Se llamaba Margarita y estaba postrada en un sanatorio de tísicos, como corresponde a cualquier novia de un poeta maldito. Ataviado con la única vestimenta impecable que yo le conocí, lejos de toda broma ritual, se despedía para ir a ver a Margarita como si se marchara a cumplir una misión en la que la gloria emboscaba al amor.
Los envidiosos decían que Margarita no existía, que ese poeta tramposo se la inventaba, y que lo hacía para acallar la barbarie de consumir tanto amor
de paso con las prostitutas de la calle Duarte; a las que, atormentadas por sus propios ardores, les leía dificilísimos poemas de William Blake. Un domingo en la mañana le vi dos lágrimas asomadas. Estaba más apresurado que nunca, y me dijo, a punto de llorar, que Margarita estaba agonizando. Se marchó, y mientras le veía caminar pensé que ella era su fin y su vida, el único medio conocido de morir que él tenía. Margarita eran todas sus novias, que él constituía por medio del discurso, y no importaba si era verdadera o un florecimiento de su imaginación, porque para Juan Sánchez Lamouth todo el universo se volvía palabras. Sus novias eran las que a él le daba la gana, las que fundaba en la imaginación entrecerrando los ojos, las que se escapaban de la sordidez de la existencia.
En el suplemento literario del diario El Caribe de los años sesenta del siglo pasado, escribió un pequeño poema que cito de memoria: “Margarita es una niña sin voz/ pero que en verso/puede decirle al mundo muchas cosas”. Este poema salió una semana después de decirme que Margarita estaba moribunda, pero jamás me hizo cómplice de su infortunio, o del destino final de su amada. Sus sufrimientos eran breves y espléndidos, como un relámpago borrado por las tinieblas. Todo terminaba en su poesía, la turbia eternidad terrenal en la que se movía, tenía que terminar en el poema. La única manera de vivir de Juan Sánchez Lamouth consistía en salvar el instante en el poema, y Margarita era la propia estatua de la palabra, la sinceridad del artificio, el despliegue de amor de un poeta maldito, estrafalario, que la sociedad sólo tolera en las marquesas y en las putas.
Morir no es fácil. Juan Sánchez Lamouth se refugió en la muerte para huir al galope de sus novias fingidas. Soy casi viejo ahora, pero a veces, cualquier domingo desvencijado de toda esperanza, lo veo venir con su funda en la que lleva dos “malta morena” y una leche condensada. Apresurado, no vaya a ser que la avaricia y el miedo a la muerte, le ganen la partida al amor.
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