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Un espejo retrovisor

Usemos un espejo retrovisor y miremos un tercio de siglo atrás. El movimiento “Acción para la moralidad pública” había surgido para estimular la persecución y sanción de la corrupción administrativa.

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Usemos un espejo retrovisor y miremos un tercio de siglo atrás. El movimiento “Acción para la moralidad pública” había surgido para estimular la persecución y sanción de la corrupción administrativa. Consciente de que en un país pobre como el nuestro el saqueo de su patrimonio era -y es- un crimen imperdonable, se fijó como meta sepultar la impunidad que había hasta entonces favorecido a los ladrones de cuello blanco y pañuelos perfumados.

Si bien es verdad que se hizo mucho, que ciertos funcionarios públicos y empresarios a ellos allegados fueron sometidos y condenados, no es menos cierto que las autoridades no fomentaron una conciencia de repudio a las prácticas que desde el Estado se ponen en marcha para enriquecerse ilícitamente. El adecentamiento moral de nuestra sociedad, pretensión de aquel movimiento cívico, se quedó en quimera.

El balance de lo que alcanzaron luego los resortes del poder fue pura piltrafa. En efecto, con el mismo espejo retrovisor a mano, podemos convenir que de ese pasado reciente a los días que corren es poco lo que ha cambiado. Para desgracia de todos, el Estado sigue siendo cantera de despiadadas exacciones y la impunidad no ha dejado de campear por sus fueros.

Indudablemente que el saldo de la lucha contra la corrupción administrativa ha sido deficitario. Odebrecht apenas le ha puesto la tapa al pomo, ya que no ha sido la única ni será la última en asociarse con funcionarios corrompidos para hacer zafra del erario. Ese sombrío drama que hemos vivido en los últimos 30 años explica, en parte, el pesimismo con el que muchos perciben las investigaciones que lleva a cabio el Ministerio Público, a tal punto que adelantan un desenlace que, de producirse, abonaría la frustración colectiva.

Si bien es verdad que nadie debe cruzarse de brazos en esta dura hora de pruebas, no es menos cierto que no podemos enarbolar sentimientos de torpe venganza. El insatisfecho deseo de justicia, más patente que nunca, no debe tampoco empujarnos a pecar de arbitrarios, midiendo a todos los responsables con la misma vara, como se ha pretendido hacer con Jean Alain Rodríguez, joven profesional de recta trayectoria al que hasta su renuncia han pedido algunos.

El Procurador General de la República no ha escurrido el bulto de su responsabilidad en esta realidad conturbadora, ni ha proclamado un perdón perpetuador de los males que está enfrentando. Muy al contrario, ha ejercido sus atribuciones con plena conciencia de que la causa de no pocas de nuestras dificultades actuales, es toda esa escala de hechos punibles que responden a la rapacidad económica de funcionarios y empresarios sin escrúpulos.

Tengo motivos para creer que Jean Alain apuesta a que el caso de Odebrecht conlleve sanciones ejemplarizantes, pues además de que sabe que el porvenir del país está en juego, no ignora que el escaso patrimonio nacional, que es de todos, tiene que dejar de ser fuente de caudales personales. Ojalá no me equivoque.

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