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Colgar de un decreto

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El decreto, controversial figura constitucional atribución del presidente de la República, puede ser en esta isla bañada por el clientelismo, el populismo, la corrupción y la impunidad, una puerta hacia el paraíso, un camino al infierno, un trayecto que lleva al limbo, un reconocimiento, una condena, una bofetada, un metamensaje, un símbolo, una patente de corso, una lotto.

Se trata de un instrumento muy poderoso y con ribete mesiánico, que ha redimido a algunos de la pobreza y  a otros los ha llevado a tediosos procesos judiciales, al descrédito y al escarnio con su correspondiente registro historiográfico de ladrón de cuello blanco, algo peor que una condena en tribunales.

Como el ejercicio político es un coliseo instalado en la cabeza de todos, el decreto es vía para complacer la sed de sangre, el deseo de ver rodar cabezas que frecuentemente encabrita a las masas. Es una venganza popular, una concesión, pan y circo, herramienta de chantaje y de suspenso, que da sentido a los 27 de febrero o a los 16 de agosto.

Es la catarsis colectiva ante el odio y la frustración que causan los filibuteros asaltantes del Erario, quienes se pasean por nuestras calles en carros de superlujo, veranean en suntuosas mansiones compradas con “su esfuerzo” de servidores públicos y visten trajes tan portentosos y caros que sólo el precio de unos cuantos daría para revertir la pobreza en un barrio entero.

Un decreto tiene el poder para cambiar el curso de la historia personal y familiar de cualquiera y hacerle de un plumazo la transición de “Don Usted a Don Nadie” y viceversa. Por eso  me resulta difícil entender tanta altanería y endiosamiento en gente cuyo estatus social y libertad dependen de un decreto. A veces las ansiedades que genera el decreto son inenarrables, hasta el punto de crear el síndrome de Penélope en tejedores de diatribas, chismes, zancadillas, oficiantes del serrucho, la traición y la maldad.

Este país necesita impulsar la iniciativa privada, el emprendedurismo, la autorrealización y enterrar los hábitos políticos clientelares para que dejemos de soñar con el decreto como elemento impulsor de una vergozante y espuria movilidad social, que en ocasiones termina en humillación.

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