El estado de una democracia está directamente relacionado con el de su sistema de justicia y del grado de cumplimiento de la ley. Un país en el que las leyes se cumplan a discreción de las autoridades y su incumplimiento no tenga consecuencias, así como con grandes deficiencias en su sistema de justicia, no es una verdadera democracia.
Las naciones más desarrolladas están conscientes de esto y han asimilado y demostrado comprender que aunque la ley y la justicia humanas siempre serán imperfectas, son los únicos instrumentos para garantizar que una sociedad avance y pueda ser capaz de resolver la multiplicidad de situaciones a enfrentar.
En países de menos cultura democrática e institucional como el nuestro, en los que el poder ejecutivo eclipsa los demás y el contrapeso es muchas veces paradójicamente convertido en sumisión y complacencia, entendimos que la forma de garantizar la independencia presupuestaria de los poderes del Estado y de otros de sus órganos fundamentales era disponer mediante leyes la asignación de determinados porcentajes del presupuesto al poder legislativo y judicial, a los gobiernos locales, a la Cámara de Cuentas; pensando que por ser ley se cumpliría.
Como el día del poder judicial se celebra el 7 de enero de cada año, hemos iniciado el presente como otros anteriores, con el reclamo del presidente de la Suprema Corte de asignación de mayores recursos, esto a pesar de que una ley, la 194-04 establece que estos deben corresponder a un 4.10% del presupuesto nacional, divididos 65% a la rama judicial (Suprema Corte de Justicia) y un 35% al Ministerio Público.
Muchas excusas se han dado para intentar justificar el incumplimiento de las leyes que asignan porcentajes del presupuesto a poderes u órganos fundamentales del Estado o sectores como educación y salud, tales como la supuesta imposibilidad material ante los limitados recursos o que la fortaleza de esos entes o el desarrollo de esos sectores no es un tema únicamente de recursos; pero lo cierto es que el peor camino que se ha podido transitar es el escogido de incumplir consuetudinariamente con esos mandatos legales o peor aún, el de utilizar un mecanismo de modificación anual de los mismos mediante la ley de presupuesto, lo que como declaró nuestro Tribunal Constitucional mediante sentencia 0001/2015 en relación con las partidas asignadas al poder judicial, no puede ser modificado ni derogado por una ley ordinaria de presupuesto y solo podría serlo por una ley orgánica.
Para comprobar el poco nivel de independencia de nuestro poder judicial basta con saber que se prefiere acudir al nacer cada enero al muro de las lamentaciones, que accionar como corresponde y señaló la referida sentencia, participando proactivamente en la formulación y aprobación del presupuesto en cuanto a su partida y accionando en inconstitucionalidad contra la ley de presupuesto que modifique la misma o solicitándole al tribunal constitucional resolver el conflicto de competencia entre poderes del Estado.
Nuestra justicia requiere de mejoras sustanciales como sucede con casi todas nuestras instituciones, pero lo cortés no quita lo valiente y por tanto los recursos necesarios y ordenados por ley no pueden serle negados a esta ni a ningún otro órgano fundamental del Estado so pretexto de mala gestión, porque esa falencia existe igualmente en el poder ejecutivo que se los niega.
Ojalá y este importante tema no quede perdido en un enero más, pues los que más tienen que lamentarse de que el poder judicial no reciba los recursos necesarios no son sus actores, sino los ciudadanos, pena que a veces solo seamos capaces de comprenderlo cuando el azar nos hace depender de una decisión judicial.
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