Recordar que todo lo que de grave pueda ocurrir al otro lado de la frontera refleja inevitablemente del lado nuestro es verdad sobradamente sabida. Algo así como llover sobre mojado.
Por eso tiene que mover a justificada preocupación la crítica situación por la que esta atravesando en estos momentos el pueblo vecino, la cual tiende a agudizarse cada vez más sin que se avizore una posible salida incruenta.
El persistente reclamo exigiendo la renuncia al cargo del presidente Juvenel Moise aumenta de día en día, y se manifiesta en las calles de Puerto Príncipe y otras localidades de Haití cada vez con mayor virulencia, agravada por los desmanes y el vandalismo de enfurecidas masas con escaso o ningún margen para una solución negociada.
Electo con el voto de apenas un nueve por ciento de la matrícula de electores, el gobierno de Moise, carente de auténtico respaldo popular, se muestra tambaleante, en precario e incapaz de superar el cerco a que se encuentra sometido. Su llamado a frenar las violentas manifestaciones de protesta y a entablar un diálogo, no han encontrado eco.
Inicialmente la crisis política fue desatada semanas atrás por el escándalo de la desaparición de los fondos de PETROCARIBE, presuntamente apropiados por una docena de miembros de su gobierno así como de ex ministros de su antecesor y mentor Michel Martelly. La suma involucrada se hace ascender a más de 2 mil 300 millones de dólares. Tanto Martelly como el propio Moise han sido acusados de participar en el desenfrenado festival de corrupción.
La desaparición del programa de PETROCARIBE, y consiguiente escasez de combustible, sumado al continuo decrecimiento de la empobrecida economía haitiana que mantiene el país paralizado, no ha hecho más que agravar la situación política y aumentar la presión sobre Moise, cuya resistencia a abandonar el cargo se sustenta sobre bases muy endebles y con nulas probabilidades de sobrevivencia.
La comunidad internacional por su parte muestra mayor fatiga e indiferencia para intervenir y acudir por nueva vez como intermediaria para buscar una salida a una situación que en el caso de Haití es recurrente, y cuyas clases dirigentes dan pocas muestras de disponer de la voluntad política requerida para tratar de resolver pacíficamente sus diferencias, intereses y ambiciones de seguir esquilmando los restos del país más miserioso del continente.
Todo apunta por consiguiente al posible desplome de la precaria gobernabilidad que prevalece en Haití, desde mucho antes arrastrando la condición de estado fallido, que cada vez presenta mayores características de tal, sumido en una interminable crisis con cada vez menos perspectivas de superación.
Ante tan preocupante situación y penosas perspectivas no queda más remedio que mantenernos en estado de continua alerta. Tal como recordamos antes todo lo que ocurre en el terreno de nuestro obligado vecino, se refleja en el nuestro y no precisamente en forma positiva.
Por lo pronto, la drástica reducción del mercado binacional, y de igual modo nuestras exportaciones que permiten suplir gran parte de las necesidades elementales del lado haitiano. Por el otro, la presión migratoria ilegal sobre la frontera de un conglomerado humano hambriento, temeroso, angustiado y carente de todo horizonte de esperanza en su propio depredado territorio no encuentra más vías de escape que tratar de cruzar para este lado de la isla a como de lugar, lo que nos impone mantener un nutrido y costoso operativo militar de vigilancia para defender nuestra integridad territorial.
Una situación en extremo preocupante a la que no podemos perderle ni pie ni pisada.
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