La persistencia de la crisis de gobernabilidad, y por extensión de todas las actividades económicas y sociales, que padece Haití no pareciera, por ahora, tener fin. Todo amago de solución intentado hasta ahora ha fracasado ante el cada vez más insistente y amplio reclamo de la oposición demandando la renuncia del presidente Juvenel Moise, y la obstinada negativa de este a resignar el poder. La misma demorada intervención mediadora de los Estados Unidos no luce que haya logrado avances en sus gestiones. Sencillamente la situación se encuentra anclada en un punto muerto, pero en continua y peligrosa ebullición. Una especie de bomba de tiempo.
Es un problema que nos toca bien de cerca y nos está afectando en diversas formas. Y no es solo por la cercanía fronteriza que nos convierte en obligados y permanentes vecinos, en una especie de condominio isleño.
No se trata solo de la permanente amenaza de una poblada migratoria hacia nuestro territorio, que nos lleva a mantener un costoso y permanente operativo militar de seguridad fronteriza, con despliegue de miles de efectivos militares, apoyo artillero, armamento móvil y de vigilancia aérea con el uso de drones, a todo lo que se sumará ahora la ampliación de varios kilómetros adicionales de un muro de separación.
Atrapados entre el mar, tumba de tantos aventurados viajeros frustrados fugitivos huyendo de la cada vez más la angustiosa condición de vida precaria, hambre, inseguridad y desesperanza que prevalece en su país y este lado de la isla como única posibilidad de escapatoria, son limitadas sus opciones, y fácil suponer la más fácil de intentar y que ofrece menos riesgo.
De ahí que pese a la extremada vigilancia fronteriza, hay quejas de que es visible una mayor presencia de indocumentados en nuestro territorio que han logrado burlar el celo militar y carentes de sitios de acogida, han estado improvisando acomodo invadiendo algunos parques y lugares de esparcimiento público, suscitando lógicas quejas.
Y por más que se quiera será también mayor la incursión de grupos que cruzan la porosa línea limítrofe para dedicarse a la tradicional tarea de depredar las zonas boscosas, en procura de madera para carbón que es el combustible que utilizan la mayoría de los hogares en un país donde la existencia de cocinas de gas resulta casi un privilegio, y cuyo suelo, totalmente arrasado, carece de capa vegetal.
El caso es que aparte lo anterior, y posiblemente en gran medida, por esa misma razón, Haití ha sido tradicionalmente un importante socio comercial de nuestro país, con un intercambio que, a despecho de algunas inconveniencias registradas en determinados momentos, hasta el presente ha arrojado un elevado superávit a favor de nuestras exportaciones.
Y como consecuencia de la crisis, estas han sufrido una reducción considerable en perjuicio de nuestros productores, que en el caso de algunos sectores han ocasionado fuertes pérdidas económicas. Tal el caso de los productores de huevos, que según cifras aportadas por el Ministro de Agricultura, Osmar Benítez, han visto descender sus ventas al mercado haitiano de 30 millones de unidades anuales a tan solo 10 durante el presente año.
La crisis haitiana, por consiguiente, golpea fuerte también de este lado. Y lo seguirá haciendo mientras persista, y en grado mayor, en la medida en que se agudice. El problema, por consiguiente, en gran medida es también nuestro problema. Uno al que las naciones más involucradas y obligadas a prestarle atención están volviendo las espaldas, como bien advirtió con justificado acento de queja en días recientes la embajadora Robin Berstein, señalando con sobrada razón que los Estados Unidos y la República Dominicana no podemos cargar solos con ese muerto.
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