En mis atrevimientos como escudriñador de vidas de barrios para contarlas en el periódico Hoy, una mañana de 2001 un viejo de Gualey salió de un callejón pestilente solo para decirme que esta sociedad anda mal porque “la palabra empeñada” ya no existe ni en los galleros al momento de sus apuestas.
Lamentaba él las falsas promesas de los políticos, que son todo amor y promesas cuando les urge el voto y el favor de los otros, y les apesta hasta su cercanía cuando apenas comienzan a olfatear el dulce aroma del poder. Sobre todo si se trata de relación con empobrecidos.
Carecerían de fuerza estas expresiones si solo reflejaran una explosión de ira de un ciudadano atormentado por el coqueteo permanente de la muerte y por la llegada inesperada de un desengaño. Pero resulta que la de él no es una reacción momentánea ni aislada. Una sensación de desconfianza y desesperanza se ha incrustado en el imaginario colectivo. Y los políticos son, en parte, culpables.
Contrario al mandato de la ciencia que, se supone, les rige, en su afán mercurial han contribuido a instalar la mentira y la pose en las mentes de mucha gente, en desmedro de la verdad, el trabajo y la solidaridad.
En este tiempo, para ellos es un placer montar un drama mediático sobre falacias, impostores y súcubos, en la dirección de enriquecerse cada vez más. Y nadie se asombra por tal despropósito. Algo peor: muchos lo reproducen con sobrado orgullo como si fuera una moda de impacto; o una situación de vida o muerte: o te sumas, o desapareces del escenario y caes al profundo vertedero de los hijos de Machepa.
El eslogan que justifica tal carencia de ética socialmente tan dañina es: “Eres excelente, pero no sabes”.
Y esa es la realidad. En la práctica no basta con ser bueno o excelente. Desde la cotidianidad política criolla, eso significa aprender, en intensivo, las múltiples lecciones de las mañas del negocio. Comenzando por desterrar de la memoria el valor de “la palabra empeñada” que tanto bien había hecho a la construcción de una sociedad dominicana decente; además de tener presente que parte del secreto para el éxito es decirle que sí a todo lo que nos pidan porque, al final, las palabras se las lleva el viento. Ayudaría mucho un magíster en adulonería de uso inmediato.
Quienes mejor han entendido las matrices del mundillo de la política vernácula son los avivatos que pululan dondequiera olfateando procesos electorales (entre ellos, ingenieros, médicos, abogados, contadores, periodistas, mercadólogos, publicitarios, aspirantes a políticos, tígueres, tigueronas…). Como saben del poco valor de verdad y sinceridad en el discurso de los políticos, condicionan su “trabajo” a adelantos de partidas económicas y firma a futuro cercano de documentos comprometedores.
De ahí tanta gente que de sopetón pasa de la inopia a poseer, aquí y en el extranjero, parcelas, pent-house, autos y jeepetas de lujo, empresas diversas y cuentas millonarias en pesos, dólares y euros. Niveles de enriquecimiento que serían dignos de emulación y hasta de celebración si no resultaran de la expoliación del erario.
Esa poderosa nueva clase no es exclusiva de este gobierno. Ha estado y parece que estará en todos, cada vez con más fuerza. Aunque en ocasiones parezca fervorosa crítica, está con él directa e indirectamente (familiares y testaferros), pues goza del privilegiado don de la ubicuidad. Esa mafia convive de manera natural en el sistema. Es parte de él, y para matricularse en ella, paradójicamente, no es requisito el color partidario, sino ser diestro en “viveza criolla”.
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