Tras el huracán Georges del 22 de septiembre de 1998, se corrió un rumor sobre la ocurrencia de un Tsunami, la gente en la capital entró en pánico y buena parte de ella, semidesnuda, corrió hacia el malecón a ver el supuesto fenómeno en vez de alejarse de él.
Aquella actitud reactiva e inconsciente tan peligrosa tiene un nombre: falta de una cultura de prevención.
A la vuelta de catorce años, si usted cree que hemos avanzado algo, pierde su tiempo. La población repite conductas irracionales similares con tan solo escuchar que alguien grite: ¡Está temblando la tierra!
Razones de sobra tiene ella, sin embargo, para reaccionar de esa manera.
Ha sido víctima de la irresponsabilidad de un Estado que se ha comprometido en todos los foros internacionales a promover una cultura de prevención de riesgos ante fenómenos naturales. Pero también objeto del sensacionalismo y la desinformación a través de los medios de comunicación.
A ella solo le han dejado el camino del miedo ante cualquier fenómeno. Y una persona turbada, sin herramientas de defensa, apenas puede implorar a Dios que le proteja.
El país es un solo semillero de opinantes mediáticos a quienes ni siquiera les interesa tener cerca el concepto responsabilidad social. Su único propósito es la bulla ensordecedora y la calumnia sin límites como extorsión vulgar a políticos y empresarios.
Cierto que algunos apartan un tiempo en sus espacios para tratar temas relativos a fenómenos naturales. Les supongo buena intención; mas, de inmediato les descubro su pobre documentación y, por tanto, un manojo de retorcimiento de datos en desmedro de sus audiencias. Porque claudican ante la burbuja del amarillismo o el sensacionalismo, y en su búsqueda afanosa de ratting, se dejan aprisionar por la moda y el inmediatismo, y terminan como promotores de pánico. Es decir, como patrocinadores de muertes.
Ese tipo de comunicador (académico o empírico) es apático a las actividades formativas y a cualquier tipo de relación que le huela a pobreza. Es, en cambio, muy sabroso y diligente con políticos y empresarios que les resuelvan sus urgencias, y hasta su futuro. Asisten hasta el cielo, y a cualquier hora, cuando éstos le convocan.
Fui testigo de una escena dolorosa que por lo chocante pudo frustrar mi carrera, aunque después de reflexionar preferí asumirla como aprendizaje de una lección sobre las miserias humanas y los pordioseros de los medios:
Un hombre andrajoso y sudoroso llegó a media mañana a la recepción de la estación donde se difundía el noticiario. Había llegado del barrio Capotillo. Como muchos de los habitantes de los suburbios dominicanos, huérfano de apoyo estatal, creía que la difusión de sus necesidades le garantizaba la solución. Varios reporteros optaron por ignorarlo. Como alegaban exceso de trabajo, el depauperado optó por esperar una, dos, tres, cuatro horas… Avanzaba la tarde y seguía ahí, sentado, pese al hambre punzante. De repente llegó un legislador, encorbatado y oloroso a esencia parisina. No bien abría la boca cuando un tropel con grabadoras a manos se lanzó sobre él. Mientras ellos se disputaban al político, el envejeciente empobrecido esperaba muy ajeno a lo que sucedía.
Esa práctica, en vez de desaparecer, se ha acentuado en el mercado del periodismo dominicano.
No quisiera ni pensar que dueños de medios deseen tener en sus plantillas, como empleados o como arrendatarios, a comunicadores de esa estirpe. Mínimas exigencias profesionales, éticas y de compromiso social deberían ponerles como condición, si quieren sacarme de duda o demostrar su solidaridad con la población dominicana.
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