Con las vidas de diez millones de seres humanos puestas en riesgo por el cólera, el discurso del Ministerio de Salud Pública no debería dejar ni la mínima brecha a la confusión, a menos que quiera aumentar la ya alta resistencia al cambio de actitudes en la población en cuanto a prevención y así aumentar la morbimortalidad a causa de enfermedades hídricas.
El debate mediático con los vendedores de agua a granel habilita sin embargo un boquete al ocultamiento de la magnitud del problema y revela señales de incompetencia para cumplir con su misión.
El ministro Bauta Rojas pregona que tal agua no es apta para el consumo humano. Y los dueños del negocio alegan que cumplen con «todos los requisitos de calidad internacionales».
Ante tal dilema, a ojos vista, conviene creer en la posición de la institución estatal dada su responsabilidad de velar por la salud plena de toda la población; sobre todo la más pobre. Y ese es el gran lío en tanto entraña una verdad a media, es decir, un engaño parecido al hueso pelado con el cual se atrae el perro para encadenarlo.
La insistencia en el conflicto induce a pensar en que, ante las de mala calidad denunciadas, las no mencionadas, embotelladas o servidas por los acueductos, están libres de culpa, por tanto remite al consumo sin apuro.
Gravísimo como quiera que se mire el asunto. Primero, para evitar un encuentro con Vibrio cholereae, E. Coli, salmonelas, ambebas y demás bacterias, lo aconsejable sería hervir o echarle el cloro recomendable a todas las aguas para consumo humano, según gastroenterólogos como el doctor Restituyo.
Y, segundo, el debate deja claro que ha habido una inacción imperdonable con un «amagar y no dar» que se podría asociar a complicidad con los poderosos en desmedro de los indefensos.
Si Salud Pública ha demostrado el crimen de vender a la sociedad agua contaminada como si fuera potable, lo menos que debió hacer hace rato fue cerrar tales empresas y encarcelar a sus dueños. Y punto.
Muchas plantas procesadoras del producto operan a la libre debido a que desde la instalación, como parte vital de sus procesos, amarraron la protección de la autoridadad aunque causaren daños a la salud del pueblo.
Esas tendrían o no sello de garantía de calidad; mas, téngalo por seguro, esa agua sale directa del río o del pozo tubular a las casas de los consumidores, con una presentación hermosa aunque debería decir en su etiqueta: ¡Cuidado! ¡Veneno!
En otros casos, quizás reciban el tratamiento adecuado en planta, empero la cadena de comercialización, el transporte hasta los detallistas, el manejo de los detallistas que venden al usuario, solo tiene un nombre: desastre, peligro público. Camiones trasportadores expuestos al hollín de las calles y al manoseo de trabajadores sin la mínima protección. En los sitios de expendio, lo mismo, más la exposición a las ratas, cucarachas, perros realengos…
Quien se embarca en la creación de una empresa de baja inversión pero de altas ganancias y de tan gran impacto en la gente, debería garantizar la cadena de calidad hasta el final.
Y debería hacerlo por su prestigio y porque no expende batatas ni yucas ni molondrones ni tayotas, sino un producto básico de altísima sensibilidad como el agua. Esa es una tarea fácil en cualquier otro país donde el «hacerse el loco» con las responsabilidades sociales no sea una cultura.
Lo recomendable para no embromarse, sería dudar, dudar y dudar de todas las aguas. Porque es mejor morirse más a largo de plazo por acumulación de cloro en el organismo que irse al cementerio en un abrir y cerrar de ojos a causa de cólera, leptospirosis…
Debe ser así, hasta que el Estado entienda la sagrada responsabilidad de garantizar cobertura total de servicio de agua potable a través de acueductos eficientes en la práctica, no en el discurso mediático…
Hasta que entienda cómo su desidia parió alimentó la plaga de vendedores de agua de la cual hoy se queja.